Hace veinte días que habito nuestro nuevo hogar. Me ha pasado ya de forma reiterada que, tras un cambio en mi vida me pregunto “¿cómo no he hecho esto antes?”, “¿por qué aguanté tanto?” o “¿en qué estaba yo pensando para hacer las cosas así?”. Esto viene a cuento porque desde hace veinte días me siento que estoy de vuelta en mi verdadero hábitat. ¿Cómo pude estar tan alejada de él? El hábitat natural.
Ayer se produjo una anagnórisis profunda. Fue cuando me dirigía a comprar materias primas para una pizza casera. Entonces miré a mi derecha y vi cómo descendía el sol tras las lejanas montañas. La gama de colores es simplemente indescriptible. Pero lo más indescriptiblemente precioso era el color que el sol poniente arrancaba a la hierba del campo. Entonces miré a mi izquierda y vi alta una luna en fase creciente, que en unos días estará plena, perfectamente recortada en el cielo azul/gris/púrpura. Y entonces fue cuando dije para mí misma “¿dónde te has metido tanto tiempo?”, “¿qué merece la pena ser visto más que esto?”. Y entonces me terminé de autorreconocer. O quizás me empecé a autorreconocer.
Todo resulta ser más sencillo cuando uno entra en contacto con lo natural. Todo se convierte en sustancial. Hay muchas menos cosas etéreas y muchas menos cosas fugaces. No es que no exista la abstracción. Por supuesto, la abstracción es esencial para el autorreconocimiento. Pero es una abstracción sustancial, con carga, con chicha. No se trata de adónde va a parar este mundo o de cómo poder cambiar el hecho dado. Se trata, por ejemplo, de mirar un árbol y pensar en cuántas cosas ha visto, cuán sabias son sus ramas y cuán profundas serán sus raíces. La grandeza natural proporciona un asidero mucho más razonable sobre el que construir el propio yo. Lejos de una concepción que gire en torno a mí (o en torno al hombre, si lo extrapolamos), mi propio yo gira en torno a la sustancia permanente: árbol, piedra, montaña, sol, luna, estrellas. Y en ese giro se es capaz de entrar en contacto con otros momentos, otros lugares, otras visiones e incluso otras cosmovisiones. El ser con cientos de años ha sido observado, descrito, determinado, configurado mentalmente por muchos ojos, ojos perdidos en los años, en los tiempos. Y sigue ahí.
La vuelta es más importante y crucial que lo que a priori parecía. Es un ejercicio fundamental de exploración personal: recalibrar un yo probablemente sobredimensionado, aunque sin cargo de conciencia por ello. La sobredimensión del yo y de lo propio es un mal común. Sin embargo, una vez dado el paso hacia el cambio, resulta obligatoria esta exploración, esta salida de una autoculpable minoría de edad – y cito libremente y a mi propia conveniencia a Kant. Es el momento de crecer hacia dentro mirando lo que me rodea desde una perspectiva inclusiva, orgánica y profundamente sustancial, y determinando la importancia de cada acontecimiento por minúsculo que pueda parecer: desde observar el aprovisionamiento de una marabunta a fabricar un trozo de masa a partir de ingredientes.
“¡Busca la luz del sol y la del día,
de vuelta a los pastos, y a los prados,
que vacas y bueyes apacientan!
¡De vuelta a los jardines de las lomas
donde las bayas crecen y maduran
bajo la luz del sol y bajo el día!
¡Lejos al Sur, más lejos al Sur!
¡Bajas la rápida corriente oscura
de vuelta a tierras que antaño conociste!”
El hobbit, J. R. R. Tolkien