Todo cambia

La verdad es que le tengo mucho cariño al blog y me siento bastante traidorcilla por tenerlo tan y tan abandonado. En realidad, no es lo único que he tenido un poco abandonado el último año. El exceso de trabajo fuera de horas me venía matando los últimos tiempos, incluso antes de la pandemia, pero ya durante esta, entre teletrabajo, estrés por un mundo que parece que se desmorona cada segundo que pasa, la crisis y, sobre todo, el estudio, han hecho que no saque tiempo para dos de las cosas que más me gustan: leer y escribir.

El blog es sólo una faceta del abandono, pero tampoco he escrito un relatillo miserable ni, por supuesto, he avanzado ni en la novela ni en la tesis. Y leer… más bien poco.

Pero todo cambia, y todo se termina, que decía la canción. Por fin, parece que mi nuevo trabajo me permitirá tener algo de tiempo libre y menos carga mental. Por lo pronto, estoy de vacaciones. A ver si con el cambio de año, traigo la entrada que tengo a medio hacer sobre fundadores del paisaje. U otro que no esté enquistado.

I’m back, babies.

Mientras se escribe otra cosa

En breve habrá un post de los buenos, de esos que se hacen esperar. Entretanto, sólo quería aclarar que he eliminado el texto completo de dos de mis relatos que podrían encajar en otro sitio. Si retiro alguno más, será por el mismo motivo. 🙂

¿Qué nos hace lo que somos? Un relato sobre la identidad

Bueno, pues como creo que es mejor subir relatos que no escribir nada porque no tengo tiempo (aunque tengo algo en el tintero… algo enooorme), voy a subir un relato al que le tengo especial cariño, escrito cuando estaba esperando la llegada del pequeño Piruleto. Tenía, por la norma de esa edición del Reto, que contener una cuestión filosófica, y yo decidí que fuera la identidad y el peso de la memoria en su definición.

Espero que os guste tanto como me gustó a mí escribirlo. Pido perdón de antemano porque por alguna barbaridad del editor del texto, no están las sangrías.

 

Reinarás en Ilión

Gran polvareda se levantó del cadáver arrastrado;
los cabellos oscuros se esparcían  y la cabeza entera en el polvo yacía, antes encantadora.
Ilíada, canto XXII

La tormenta, por fin, había quedado atrás. El sol podía adivinarse muy tímidamente tras la pantalla blanquecina de la bruma. Sin duda, en pocas horas volverían a disfrutar de un cielo despejado, tras más de dos días oscuros en lo que les había parecido un vendaval eterno.

Julius se apoyó en la barandilla de proa, se acarició la mejilla y lamió la sal del mar. Se volvió y comprobó que la pequeña goleta Miracle parecía haber sobrevivido sin mayores desperfectos a los días de borrachera inesperada del Mediterráneo. Sin embargo, Barek, el contramaestre turco, gritaba a sus subordinados como si aún hubiese truenos y su voz tuviera que sonar por encima de los mismos. Al principio Julius pensaba que el intenso movimiento que se había desencadenado era por haber avistado tierra, pero simplemente los marineros estaban intentado dejar el barco como antes de la tormenta y, lo que era más importante, preparado para el salât. El rezo de los tripulantes había sido interrumpido por el mar y tocaba ponerse al día con Allah.

—¿Siempre tienes que madrugar más que los demás? —preguntó una voz entre bostezos a su espalda.

—¿Siempre tienes que dormir más que los demás, querido Frank? —respondió Julius irónicamente.

—No dormía. En realidad estoy muerto de sueño. Estaba cuidando de nuestro estrafalario amigo. Ha estado vomitando sin parar desde hace horas. Creo que la tormenta no le ha sentado bien.

—¿La tormenta? El licor, querrás decir. Estuvo bebiendo desde la primera ráfaga de viento, increpando a Eolo y vociferando al aire en algún idioma, supongo que el que él dice que es suyo, aunque soy incapaz de entenderlo.

—Me encanta cuando le dan esas pataletas y entra en trance— rio Frank mientras se recostaba de espaldas en la barandilla de cubierta y encendía un habano.

—Lo sé. ¿Crees que no te veo cebarle con ese ron que has traído de Antillas? ¿Acaso la bodega del barco estaba a tu disposición enteramente? Es como si nunca fuera a acabarse —inquirió Julius mientras le dirigía una mirada de reproche.

—La bodega de ese barco daba para eso y mucho más. Un bergantín imponente, el de mi padre. No como esta cáscara de nuez que durante la tormenta parecía que se iba a hundir en cualquier momento.

—Y la culpa es de Duelo. Los turcos están como locos por tener que llevar semejante blasfemo en el barco. De hecho, hace un rato escuché cómo Barek le pedía al capitán que lo dejase a la deriva en una chalupa. Le decía que la tormenta era por llevar al pecador alcohólico a bordo. Por un momento pensé que hablaba de ti, querido Frank, y temí que tuviésemos que desempolvar los mosquetes.

—Sería un episodio digno de…—Frank se detuvo y cambió de conversación—. Mira, ahí sube tu hombre. Parece que está vivo, aunque tiene un color un poquito mustio.

Julius se acercó al hombre que acababa de aparecer en cubierta. Presentaba un aspecto bastante lamentable, pero aun así se intuía un físico llamativo, sobre todo comparado con el de sus compañeros de viaje, cuya flema inglesa se traslucía hasta por el último poro. Duelo, como lo llamaban a sus espaldas, era un hombre de unos cuarenta años, alto y fornido. Su tez parecía mediterránea, muy curtida por el sol. Tenía un espeso cabello oscuro que le caía hasta los hombros y los ojos oscuros. Sin duda, de encontrarse en plenas facultades, su sola presencia habría puesto de relieve la pusilanimidad latente de los dos amigos que, por fortuna y posición, hacían bromas a su costa. Sin embargo, estaba tocado por el ajetreado viaje y a duras penas conseguía mantenerse en pie.

—¡Querido Fallen!—saludó afablemente Julius—. Me alegro de que ya haya podido salir de su camarote. Desde que partimos del Pireo sólo hemos coincidido una vez. Confío en que con el cese de la tormenta podamos verle en cubierta más a menudo. A fin de cuentas, este es su mar, ¿verdad?

—No atosigues a Fallen, Julius.

—No se preocupe, Frank. Julius está en lo cierto. Este es mi mar. He viajado por todo el mundo y reconocería las aguas que separan a Ilión de los aqueos sólo por el sabor de la sal.

Fallen se apoyó en la baranda de proa. Dejó caer la manta que traía sobre los hombros y se irguió casi sin esfuerzo. Con la vista perdida en el corto horizonte que permitía la bruma, comenzó a tararear un canto en un idioma perdido de antaño.

—Ya está divagando—susurró Julius al oído de Frank—. No sé si está loco él por creer que es un príncipe de Troya o nosotros por seguirlo para encontrar la ciudad perdida de Príamo. Quizá el loco es tu padre, por pagar este viaje.

—Hazme caso, Julius. Duelo sabe más de lo que te crees. Obviamente, no es Héctor, pero él está convencido de serlo. ¿Quiénes somos nosotros para decir quién es realmente? Por ejemplo, tú mismo, Julius. ¿Quién eres, en verdad?

—Julius Fitzwilliam Peck.

—Bien, señor Julius Fitzwilliam Peck. ¿Qué quiere decir eso de ti? ¿Dice algo de tu persona tu nombre por sí mismo?

—Dice de quién soy hijo.

—De otro nombre vacío—replicó Frank.

—No creo que mi padre estuviese de acuerdo con eso. Mi familia se remonta al siglo XIV, que sepamos. Además, ¿qué tiene que ver eso con Fallen?

—Que da exactamente igual cómo se llame, salvo que su nombre nos diga claramente quién es. Sus documentos dicen que es Louis Fallen. ¿Te dice eso algo de su padre?

—Supongo que se apellida Fallen. ¿Dónde quieres llegar?

—Julius, se supone que tú eres el inteligente y yo el apuesto—el tono de sorna de Frank se mezclaba con una pasión intensa en lo que decía—. Fallen… ¡cayó, caído, en tierra, kaputt! Y deberías saber después de tanto tiempo sacándole brillo a tu pupitre de Oxford que Louis…

—…significa “guerrero”, sí. No creo que sea más que una coincidencia, Frank.

—¿Una coincidencia que nuestro amigo se llame “Guerrero Caído” y crea ser Héctor de Troya?

—De cualquier manera, te contradices. ¿No decías que el nombre no tiene importancia?

—Salvo que el nombre sea la clave, Julius. En este caso, nuestro guerrero caído es nuestra clave. Por otra parte, es cierto que cómo llamemos a Duelo no tiene ninguna incidencia en quién es Duelo en realidad. Si él cree que es Héctor, ¿cómo podemos refutarlo?

—No lo sé, Frank. ¿Quizá porque se conserva demasiado bien para su edad y estado?

—No te burles de mí, Julius. Sabes perfectamente a qué me refiero. Eres demasiado racional, demasiado incrédulo.

—Creo que tu argumento carece de coherencia. Nuestro amigo cree que es un héroe muerto que los dioses han devuelto al mundo para gobernar Troya. ¡Por Dios, Frank! —Julius ya se había exasperado—. ¿Acaso no recuerdas la conversación que tuvimos hace unos días? Me maldijo por leer a Homero, me llamó blasfemo por cantar la caída de Troya. Este hombre cree que nos está llevando a una ciudad viva, Frank, ¡viva!

—¿Y no crees que eso tiene un encanto mágico en sí mismo? ¿No te mueres por ver su cara, por ver cómo descubre que no es quien cree ser? ¡Vamos, Julius! Tú eres científico, te interesará ver ese impacto emocional que ocasionará tu tan loada racionalidad en esta mente enferma.

—Soy botánico, Frank. Y, sinceramente, creo que es macabro, más viniendo de alguien tan romántico como tú, amigo.

—Yo creo que podemos curarlo. Es la cura de la verdad, el autodescubrimiento… la anagnórisis de Aristóteles. Y, si por el contrario, él está en lo cierto, podemos encontrar Troya. No tenemos nada que perder.

—Hablan ustedes más alto de lo que creen—interrumpió Fallen—. Sé que piensan que estoy loco. Incluso usted, Frank. Todo eso cambiará cuando lleguemos a las puertas de Ilión. Según mis cálculos, en dos días como muy tarde deberíamos ver las playas y el templo de Apolo en la costa.

—Disculpe si lo he ofendido, Fallen—dijo un Julius sinceramente avergonzado—. No era esa mi intención y usted sabe bien mis reticencias a su relato desde antes de partir de Londres, hace ya varios meses. Pero creo que también conoce que en este tiempo le he cogido el suficiente aprecio como para preocuparme por el impacto que puede tener en usted el hecho de no hallar los muros de la ciudad que tanto ansía.

—Llegaremos a los muros de mi ciudad. Y entonces usted querrá bañarse en nuestras termas y yacer con nuestras mujeres. Lo veré despojarse de su racionalidad y creer. Yo antes tampoco creía en mí mismo, ¿sabe?

—¿Quiere decir que dudaba de su propia memoria?

—La memoria es algo muy frágil, Julius. Usted es un hombre de ciencia. Si corta usted la rama de un árbol cuando está comenzando a florecer, ¿crecerá de la misma forma, se retorcerá igual? ¿Acaso no será el corte un nudo del que podrían salir muchas ramificaciones? ¿Cuánto queda de la rama antigua? ¿Y qué rama es la verdadera? ¿La cortada o la nueva?

—Es la misma rama.

—Así soy yo, Julius. Soy la misma persona. No lo entendía antes, pero ahora sí. Mi identidad está unida a mi memoria. Morí una vez, pero los dioses han querido darme una oportunidad.

—¿Una oportunidad? ¿De qué?

—No lo sé. Los designios de quienes manejan nuestro destino son inciertos. Sólo sé que este cuerpo que habito es el mismo que habité.

—Pero—interrumpió Frank—, ¿no recuerdas haberte criado en los suburbios de Londres?

—Antes recordaba esas cosas. Sé que tenía una madre y un padre. Pero cuando la rama antigua se abrió paso, cuando su savia empezó a correr por mis venas…

—¿Quieres decir cuando empezaste a recordar tu vida en Troya?

—Exacto, Frank. Entonces los recuerdos vívidos de mi niñez en Londres pasaron a difuminarse, como se difumina ahora el paisaje en la bruma marina. Durante un tiempo creía que me estaba volviendo loco. Sin embargo, sabía hablar una lengua que nunca había oído, que nadie más conocía. Cerraba los ojos y olía el aroma del pan de los hornos de Ilión, oía los cascos de los caballos por los adoquines junto a la muralla. Esa pasó a ser entonces la memoria de mi vida. No me quedó otra que creer que estaba volviendo a ser lo que había sido.

—¿Y cómo pudo saber que era usted Héctor y no otro? —inquirió Julius, que buscaba argumentos para desmontar el razonamiento del hombre que tenía en frente.

—Porque recordé cómo mi sangre regó la arena en las puertas de la muralla; recordé cómo agonicé con el peso de la armadura de mi enemigo aún sobre mis hombros.

—¿Se refiere a la armadura de Aquiles que el mismo Hefesto forjó en su fragua?—preguntó Julius, que se debatía entre la lástima por la mente enferma que tenía enfrente y la hilaridad que le producía el relato.

Sin embargo, la llamada al rezo del vigía del barco interrumpió la conversación. Los pasajeros sabían que era mejor que dejasen la cubierta despejada durante esos momentos, sobre todo ahora que se consideraba que el pasajero moreno y extravagante era de mal agüero por su impiedad.

Un rato después el propio Fallen subió las escaleras corriendo y buscó al capitán Fourier, un francés desaliñado, aunque afable y de trato correcto:

—¡Capitán! He notado que hemos virado hacia el sur. Eso nos retrasará. ¿Acaso no llegaremos a Ilión por mar?

—En concreto nos dirigimos a Lesbos, estimado monsieur Fallen. Me temo que mi tripulación no está muy satisfecha con su presencia en este barco.

—¡Lesbos! Eso es una contrariedad inaceptable. Voy a comentárselo a Frank.

—Me temo que ni el señor Frank Connor ni nadie me va a persuadir de ponerme en contra de mi tripulación. Ustedes dos han provocado su ira con la cantidad ingente de alcohol que han traído y consumido. Mis subordinados creen que la tormenta que casi nos hunde es culpa suya, de usted principalmente. Y, si le soy sincero, en cuarenta años que llevo navegando el Egeo, jamás había sufrido semejante tempestad en estas aguas, así que yo también me quedaré más tranquilo con su desembarco.

—¿Usted también tiene ese tipo de supersticiones propias de impíos?

—¿Quiénes son los impíos en este buque, señor Fallen? Que yo recuerde, mi barco navega bajo estandarte otomano y mi tripulación adora a Allah. Ustedes son tres. ¿En qué piedad cree que estoy inclinado a creer?—Fallen no quiso seguir discutiendo. Dio la espalda al capitán y bajó a su camarote.

A las pocas horas, los tres viajeros, rodeados de sus baúles, observaban con curiosidad el puerto de Molivo. Pese a tratarse de un enclave pequeño y mucho menos importante que Mitilene, había bullicio por doquier que atestiguaba un tráfico intenso que cruzaba el estrecho hasta la ciudad continental de Behramkale, la antigua Aso de los griegos.

Mitimnah—dijo Fallen, que parecía estar olfateando el aire—. ¡Cuánto ha cambiado! Esa fortaleza en lo alto es diferente. Las casas son diferentes.

—¿Y cómo reconoce, entonces, la ciudad?—preguntó Julius.

—Huele igual que antaño. Más de una vez visité este puerto con mis hermanos. Los frutos de esta tierra son exquisitos y aromáticos, como ellas—respondió, mientras señalaba a un grupo de mujeres que conversaban junto a un pequeño puesto de venta de pescado—.  Las mujeres de Lesbos perfuman el ambiente tanto como sus frutos.

—De eso sí sé algo—intervino Frank—. He estado traduciendo a Safo. Desde Creta ven, Afrodita, aquí, a este sacro templo, que un bello bosque de manzanos hay, y el incienso humea ya en los altares—recitó con la vista hacia el cielo.

—Bellas palabras para la gran diosa—respondió Fallen, que había adoptado por completo, como transformándose, su antigua identidad—. Si no quisiera llegar pronto a Ilión quizá podríamos gozar de los placeres de la diosa antes de cruzar a tierra firme.

—¿Meretrices? —se sorprendió Julius—. No es que me parezca una mala idea, Fallen, pero dudo que pudiéramos hacernos entender con los turcos para cruzar al continente, por lo que conseguir una damisela aseada se me antoja aún más difícil.

—¡Vamos, Julius! No seas aguafiestas. Para una vez que se nos anima nuestro señor Fallen, no creo que la lengua tenga que ser un impedimento. Además, esto es un puerto, por lo que ha de haber un lupanar cerca. Y ya sabes lo que dicen de las odaliscas—Frank no había tardado mucho en entusiasmarse con la idea—. Podría darte más motivos, como el hecho de que vayamos a estar cruzando la Anatolia en vete a saber qué animal o como que llevemos sin ver mujeres un tiempo lo suficientemente prudencial.

—Te recuerdo que estoy prometido—replicó Julius.

—En ese caso—intervino Fallen—usted podría vigilar el equipaje y gestionar el transporte hasta el continente. Nunca he dejado Lesbos sin haber cortado antes una de sus tiernas flores y no lo haría esta vez, si no fuese por la premura de llegar a mi antiguo hogar.

—Pues entonces, decidido. Fallen, amigo mío, no se preocupe que tenemos tiempo antes de partir—dijo, resuelto, Frank—. Julius, te quedas por aquí y te encargas de conseguir algún barco hasta Behramkale. Aprovecha para comer algo, si quieres. Nosotros vamos a dar una vuelta. En un par de horas nos encontramos en este mismo punto, si te satisface.

—No me satisface—se resignó su amigo—, pero creo que es en vano discutir. Veré qué puedo hacer mientras os dedicáis a cortar flores.

Frank y Fallen se encaminaron por una pequeña callejuela que salía de la plaza del puerto. La angosta vía estaba atestada de negocios que daban al exterior, en una suerte de mercadillo al aire libre. Frank se maravillaba con los atuendos de las mujeres, mucho menos exuberantes de lo que esperaba por las historias que había oído de Oriente, así como con su actitud apocada y reservada.

—Probablemente se trate de mujeres de baja ralea. Desde luego, las odaliscas de un harén tienen un aspecto mucho menos recatado y tienen una mente aguda, como Sherezade—comentaba, mientras intentaba, mediante señales y la repetición constante de la palabra odalik, que algún lugareño le indicase el camino al lupanar.  Finalmente, tras diez minutos serpenteando por el mercadillo, giraron en un callejón estrecho, al fondo del cual podía verse la entrada al burdel que, para desilusión de Frank, se asemejaba más a cualquier burdel de los aledaños del puerto de Londres que a las pinturas orientalistas sobre el tema que se exponían en los salones de la capital británica.

—Frank, siento mucho lo que voy a decirle, pero creo que su decepción será doble—dijo Fallen en cuanto se sentaron en un rincón del lugar—. Verá, no tengo interés en yacer con ninguna mujer, al menos hasta llegar a Ilión. Cuando lleguemos lo comprenderá. Hay unas termas sólo para las odaliscas, como usted las llama. Están reservadas para la casa del rey, pero usted será mi huésped y…

—No entiendo—interrumpió Frank—. ¿Por qué, entonces, ha venido conmigo aquí?

—Busqué una excusa para poder hablar a solas con usted. Verá, no es que no confíe en Julius, no me malinterprete, pero continuamente tengo la sensación de que me trata con condescendencia, de que no está dispuesto ni a plantearse que pueda pasarme lo que me está pasando, que yo pueda ser quien digo ser.

—Julius es un escéptico hombre de ciencia, Fallen. Además, es bastante puritano y remilgado. Es verdad que no cree mucho en su palabra, pero creo que la mayor falta que usted ha cometido ante sus ojos es provocar a los turcos del barco y que nos encontremos en este brete. No se lo dirá, porque es muy educado para decírselo.

—En cualquier caso, quería saber si usted me podía decir cuál es el verdadero propósito de Julius al venir a esta expedición. Mi ciudad ha sido asediada en numerosas ocasiones. Lo que menos quiero es indicarle a un británico imperialista el enclave exacto de Troya para que derive en un intento de conquista. Bastante problema supondrá ya quitarse de encima el yugo turco.

—Puede estar tranquilo, Fallen—Frank empezaba a considerar que no había bebido lo suficiente para tragar semejante conversación—. Julius es completamente inofensivo y no tiene contactos como para poder organizar una invasión o algo parecido a su ciudad. Le seré sincero. No creemos que vayamos a encontrar la ciudad tal y como usted cree que está, es decir, en pie y viva. Créame que me apena. Sin embargo, hemos estado en Roma, en Atenas, incluso en Esparta… Usted ha visto el cambio de esas ciudades, tiene que esperar algo similar y seguro podrá con ello. Julius y yo confiamos en que con su ayuda hallaremos el emplazamiento de Troya, dónde se irguió una vez imponente y, quizá así, usted vuelva a ser el que una vez fue.

—El que fui una vez… Quisiera saber qué vez es la correcta, la que me permita vivir sin tormentos—respondió Fallen, bajando la vista a la taza de té humeante que tenía enfrente—. Será mejor que volvamos al puerto.

Entretanto, Julius había podido organizar el transporte hasta Behramkale, a solo quince kilómetros por mar. Era un hombre instruido y había hablado largo y tendido con el capitán Fourier acerca de cómo desenvolverse para no tener problemas, al menos sustanciales, tanto para llegar al continente como para contratar un guía que los condujese unos cincuenta kilómetros al Norte, a la zona donde se suponía el emplazamiento de Troya, lo que implicaba llegar casi al estrecho de Dardanelos. Con un poco de suerte, a Fallen se le quitaría la locura al ver que Troya estaba desaparecida, hundida y enterrada, y podrían visitar el Bósforo sin contratiempos, completando así el viaje hasta Constantinopla.

Julius confiaba menos que Frank en la posibilidad de encontrar el yacimiento de la mítica ciudad, pero contaba con poder persuadir a su amigo de seguir el viaje. Si no lo convencía, lo inclinaría a tomar un nuevo buque rumbo al sur, hacia Egipto, lo que sabía que podía entusiasmarle y mitigar su desilusión por la expedición frustrada. En cuanto a Fallen, le traía un poco sin cuidado lo que le sucediese. Su presencia sólo había aportado extravagancia y contratiempos. Si quería llorar por Troya muerta, allá él.

El plan de viaje era sencillo, ya que la distancia que iban a recorrer era bastante escasa. Pasarían la noche en la taberna del propio puerto y partirían al amanecer en un pesquero que faenaba en el estrecho, cuyo capitán conocía a Fourier. La suma de dinero por ese transporte era considerable para lo corto del trayecto, pero llegarían antes del mediodía a Behramkale. Una vez allí, el mismo capitán los llevaría hasta un derviche, Ahmad, que recorría a menudo la ruta interior al Norte y podría ayudarlos. En un máximo de dos o tres días llegarían al lugar donde supuestamente habría estado Troya.

Cuando sus compañeros regresaron al puerto, lamentándose de que las prostitutas que habían conocido no tenían que ver ni con las odaliscas de las pinturas, ni con Sherezade, ni con las flores de las que había hablado Fallen, Julius los puso al corriente de sus negociaciones. Todos de acuerdo, se dirigieron a la taberna, en cuya puerta se reunieron a las cinco y media de la mañana siguiente, listos para partir, con la única novedad de que Fallen les pidió que a partir de entonces, una vez puesto el pie en Anatolia, lo llamasen Héctor. Tras una apacible navegación a bordo del pesquero vieron la silueta de Behramkale recortada en el cielo despejado del mediodía.

—¡Aso!—exclamó Julius—. Siento como si pudiera respirar la ciencia de Aristóteles, como si fuera un estudiante de su Academia. ¡Mira, Frank! Se puede ver el templo griego.

—Aquí antes de la ciudad que mencionas había una ciudad aliada de Ilión, Ashar—intervino Héctor—. He realizado la ruta hasta mi casa por el interior muchas veces, por lo que no sé si será necesario el guía.

—Yo creo que sí será necesario—respondió Julius, horrorizado ante la posibilidad de viajar guiados sólo por los recuerdos de aquella mente insana—. Sin embargo, no partiremos hasta mañana, pues me gustaría dar una vuelta por la ciudad y ver el templo de cerca.

Una vez en tierra fueron conducidos hasta la especie de choza del derviche Ahmad, quien era, al parecer, un personaje influyente. Viajaba habitualmente al norte como miembro de una orden mendicante pero, como les había contado el capitán del pesquero en un chapucero francés, antes había sido un alto cargo político, una especie de visir. Desde luego, viendo su aspecto nadie hubiera dicho semejante cosa, pero el inglés correcto que manejaba y sus modales refinados mostraban una educación que difícilmente podría haber adquirido predicando la mendicidad por los caminos polvorientos de Anatolia.

Ahmad se mostró muy interesado en los recuerdos de Héctor, en las descripciones que le dio de la ruta, de los asentamientos y gentes del camino, los detalles de los muros de Troya y, sobre todo, de cómo había sucumbido ante Aquiles ante esos mismos muros.

—Me maravilla esa capacidad de recuerdo, como usted lo llama. No puedo creer, no obstante, en que usted sea Héctor reencarnado. Mi fe no contempla esa posibilidad. Lo que sí me resulta difícil es entender cómo conoce tantos detalles sobre una ciudad que, si existió realmente, me temo que no encontrará donde espera. He recorrido muchas veces esa zona tan cercana al mar y no recuerdo semejante esplendor por ninguna parte. No creo que merezca la pena la búsqueda—Ahmed hablaba lentamente, sin mostrar emoción o empatía por el hombre al que estaba hundiendo con sus palabras.

—Estimado Ahmed, respeto profundamente su opinión. Sin embargo, tenemos que ir a Ilión. Quizá usted confunda la zona, desconozca el asentamiento… quizá la ciudad haya menguado o se haya cerrado sobre sí misma para evitar la rapiña exterior. Pero sé dónde está y tengo que encontrarla. Tengo que andar por sus calles una vez más.

—Pero debe ser consciente de que usted nunca ha podido andar en esas calles—replicó el derviche.

—¡No me lo niegue! —Héctor parecía fuera de sí—. Esta misma noche recordé la primera vez que vi a la que luego fue mi mujer en esas mismas calles. ¡No niegue mis recuerdos! ¡Son lo único que me queda!

—Entienda que no pueden ser recuerdos. Sólo pueden ser imaginaciones derivadas de sus estudios, de sus lecturas, de algún resorte que se pusiera en marcha esa fantasía. Usted no puede ser quien dice ser. Allah no permite esas cosas—sentenció, sin ningún tipo de modulación de la voz.

Frank y Julius, entretanto, asistían sin intervenir en la conversación. La visión era, cuanto menos, llamativa. Por un lado estaba Ahmed, un anciano ciego y delgado, con todo el sosiego y calma de quien está seguro de conocer la verdad y estar en posesión de un saber profundo e inalterable. Por otro lado estaba Héctor, un hombre imponente, que parecía luchar contra todo y contra todos con la única motivación de conocer su verdadera identidad.

—¡Encontraré Ilión y viviré en su esplendor! ¡Encontraré Ilión y reinaré allí donde reinó mi padre, y el padre de mi padre antes que él!

—Reinarás en Ilión, muchacho—por primera vez los ojos ciegos de Ahmed parecían reflejar algún sentimiento, que no era otro que una profunda lástima—. Reinarás en Ilión y tu corona será de arena y sangre y tu trono de viento y polvo. Reinarás en Ilión y yacerás con ella.

Héctor salió corriendo de la choza. Cuando Julius y Frank llegaron un rato después a la posada donde iban a alojarse hasta partir, supieron que el hombre alto y bien parecido había partido a caballo como un loco hacia el norte, con expresión desencajada y mirada fiera en sus ojos. A la mañana siguiente partieron tras él, en compañía de Ahmed, que sabía hacia dónde iba Héctor.

—En la biblioteca de Constantinopla se conservan muchos manuscritos. Creo recordar que en mi juventud leí mucho acerca de la antigüedad del Imperio y si a algo me llevaron mis lecturas es a pensar que la Troya de Homero estaría situada en la colina de Hisarlik.

—No queda otra que ir allí—dijo Frank—. Sin Héctor sólo podemos guiarnos por las fuentes. Tenemos que encontrarlo. No me perdonaría que le pasase algo por no haberlo acompañado.

—Te estarías equivocando, Frank. Te lo dije desde que partimos de Londres: ese hombre está loco y ni tú ni nadie tiene culpa de su locura.

Habían decidido dejar equipaje en la ciudad y llevar lo justo para el viaje, de modo que podrían recorrer en una jornada como mucho la distancia que los separaba del lugar que les había indicado Ahmed. Si Héctor había apretado el paso podría haber recorrido esa distancia en poco más de tres horas, así que toda prisa era poca.

El calor era sofocante, con un sol abrasador y ni una tenue ráfaga de viento, por lo que la distancia se les hizo eterna. Al atardecer y a pocos kilómetros de su destino vieron un caballo muerto en el camino. Era el de Héctor, sin lugar a dudas. Las pisadas de un hombre se alejaban del cuerpo del animal.

—No estamos lejos—dijo Ahmed—. Ya se huele el mar.

El sol se había puesto cuando llegaron a Hisarlik, una colina yerma, prácticamente un páramo seco, con algunas jaras florecidas. Sin embargo, era una noche clara de luna llena, por lo que decidieron comenzar la búsqueda de Héctor y a gritar su nombre. Miraron en cada palmo de suelo, tras cada arbusto o matojo, pero no hallaron a su amigo. Resolvieron descansar durante la noche y continuar al día siguiente.

El sol se alzó en un cielo rojizo y los corazones de Frank y Julius se sobrecogieron al despertar y ver señales del paso de Héctor que en la noche no habían podido distinguir. Un reguero de sangre se alejaba de la colina y bajaba hasta las playas. Los dos amigos temieron lo peor. Montaron y siguieron el recorrido que su compañero había caminado el día anterior. La sangre era abundante y la distancia a las playas era considerable, por lo que no creían que tan malherido como aparentaba pudiera haber llegado al mar.

Sin embargo, la pista se extendió hasta que una larga playa apareció ante sus ojos. No había rastro de Héctor allí, pero en un saliente al mar había una especie de escollera natural que parecía esconder una cala. Cuando llegaron al lugar encontraron lo que temían desde hacía rato. El cuerpo sin vida de Duelo, de Fallen, de Héctor, yacía en la arena entre las rocas. El cadáver parecía haberse bañado en su propia sangre y el dorado de la arena brillaba en sus cabellos. En el pecho había un puñal de oro antiguo, en el que había grabados dos caballos encolerizados. Estaba claro que la realidad había podido con Héctor. Su memoria era su identidad, había dicho, y fueron sin duda los recuerdos de Troya los que lo habían llevado a acabar con su vida. Si había de reinar en la muerta Ilión, reinaría desde la muerte.

Frank desmontó, abrazó al infortunado amigo de aventuras y recitó las últimas palabras de Príamo al asesino de su hijo.

Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.

*   *   *

 

Más de ochenta años después de estos acontecimientos, en 1870, el arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann comenzó sus excavaciones en la colina de Hisarlik en busca de la mítica ciudad de Troya. Además de hallar los restos de la ciudad, en 1873 encontró una serie de objetos de oro, joyas y armas, a las que bautizó “El tesoro de Príamo”, junto con un inventario milenario escrito en griego arcaico, probablemente del botín de saqueo de la ciudad. Todos los objetos allí inscritos estaban en la excavación, con la excepción de una daga labrada en oro, con dos caballos piafando.

Leighton_Captive_Andromache

Andrómaca Cautiva, de Lord Frederick Leighton. No encontré una ilustración que me gustase de Héctor y como, para variar, las consecuencias de las bravuconadas de los hombres las pagaban y pagamos las mujeres en una gran cantidad de ocasioens, pues a Andrómaca traigo. Apunto la recomendación de lectura de Las Troyanas, de Eurípides.

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Los hijos de las rocas (un relato para Asshai)

EDITADO 26-05-2020: Elimino el texto completo de los relatos por cuestiones prácticas ajenas al blog. 🙂

Pues con el impulso y la alegría que me da que mi tweet – tuit sobre Beren y Lúthien quedase en segundo puesto en el certamen de Smial de Lorien hoy mismo, me animo a publicar algo en el blog. Algo escrito por mí, obviamente: mi última aportación al Reto de Asshai. Es un relato de fantasía que se adaptaba a las normas del concurso y pretende ser parte de algo más grande pero, ¿quién sabe? Espero que os guste.

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7 cosas que hacen la felicidad

Parece que cuando el año acaba toca hacer balance. Es un tópico, al igual que hacer buenas propuestas para el que va a comenzar. Yo no suelo planificar mucho, porque generalmente los planes no salen como uno idea. Dejar que las cosas ocurran tal y como se les ocurra es una buena manera de no llevarse decepciones ni estresarse más de la cuenta. Así que mis propósitos son seguir disfrutando de cada instante, no como si fuera el último, pero sí teniendo en cuenta su irrepetibilidad.

Este año, del que decidí que borraría todo lo malo, ha traído el mejor regalo del mundo y, con él, muchas cosas, momentos, sabores, sensaciones, olores y pulsiones únicas que juntas forman la palabra f-e-l-i-c-i-d-a-d, con todas las letras.  De esas cosas, escojo siete manifestaciones de la vida. ¿Por qué siete? Porque si se puede elegir un número mágico, ¿por qué no hacerlo?

  1. Vivir con plenitud la experiencia física y psicológica de la maternidad, el momento de dar a luz y la conexión espiritual con el ser que sale a la vida, mi hijito, con sus ojos recién abiertos y su mirada puesta en la mía.
  2. Conocer formas nuevas de dormir, comer, hacer y pensar, en las que el centro del mundo se ha trasladado.
  3. Experimentar la sensación, a su vez, de ser el centro del mundo para otro ser y la enorme responsabilidad de construir el mundo para una personita.
  4. Sentirme parte de la naturaleza a través de la experiencia vital. Disfrutar con más plenitud la brisa, los frutos de la cosecha, los mimos de mis animales, la entrega de los seres, grandes y pequeños que me rodean.
  5. Romper con cadenas del pasado y volver a ser libre mentalmente.
  6. Recuperar el ritmo del trabajo en sociedad, la inmersión en el ambiente laboral y la sensación que conlleva de poder con todo.
  7. Emprender proyectos de crecimiento personal en distintos ámbitos vitales, todos enriquecedores y que me permiten ver cómo todas las personas tienen virtudes, aunque a simple vista estén ocultas.

No son más que siete aspectos de la misma forma de felicidad, la más grande que he podido experimentar, la de tener un bebé precioso que me da fuerza para hacer lo que quiera. Desde que el pequeo domador de caballos está en el mundo, soy más valiente, más justa, más activa, más responsable, más persona. Sólo puedo agradecer la enorme felicidad que trajo este año y poder disfrutarla con mis seres queridos, familia, amigos, pareja, sin cuyo afecto nada sería igual.

No me queda más que desear que el próximo año sea, al menos, la mitad de bueno que este.

Y entonces llegó el sol

No voy a excusarme por no escribir durante seis meses, pues la llegada del pequeño Héctor a casa no me ha permitido hacer mucho más que dedicarme a él, y no hay que excusarse por esas cosas.

El mundo ha cambiado desde entonces.

Suelta de globos con buenos deseos para Héctor

Decidimos hacerle una fiesta de bienvenida al mundo al cumplir los seis meses. Fue un evento bonito, lleno de luz (¡y de calor!), con amigos y familia, (casi) todos aquellos que quieren al pequeño Piru. A través de los cuatro elementos de la naturaleza: aire, fuego, agua y tierra, le dimos entre todos una gran carga de amor y, sobre todo, buenos deseos y cualidades. Tanto cariño sólo puede augurar mucha felicidad, toda la que se merece, toda la que le podamos dar.

Tenía muchas ganas de escribir pero poco que decir más que gracias a todos los que compartisteis con nosotros ese día, a los que lo intentasteis y no pudisteis venir y a todos los que de una forma u otra estuvisteis con vuestro corazón.

Dejo la canción que ya es, para nosotros, la canción de nuestro sol, Héctor, domador de caballos.