Relato fallido, o lo difícil que es escribir y conciliar

Está claro que cada vez me cuesta más ponerme a trabajar sobre árboles, animales del campo y demás. ¡Y no sólo es cuestión de tiempo! También es cuestión de agotamiento mental y físico. No recuerdo una época de mi vida en la que me costase menos dormirme según cierro los ojos. Nosotres, les que nos comemos la cabeza de forma continua con todo, tenemos esa dificultad añadida a la hora de dormir. He probado la meditación, para vaciar la mente, pero casi me da un vahído. Sin embargo, tener un bebé y un cachorro de tres años es el método más infalible que he conocido.

¿Qué decir de la nueva llegada a la familia? Es todo lo bonita, dulce, buena y especial que cabría esperar y un nuevo desafío vital: educar a una mujer en este mundo. Da vértigo pensar en no estropearlo sobreprotegiéndola, no hacer agravios comparativos con su hermano, no responsabilizarlo a él de ella… y el desafío es doble. Criar un niño feminista quizá es incluso más difícil. En cualquier caso, la felicidad siempre tiene que tener ese puntito de miedo: el reto, el picante, la dificultad… La respuesta es muy satisfactoria y acaba llegando a ser «algo estaremos haciendo bien».

Dicho todo esto, me parece de recibo mostrar cómo, cuando no tengo tiempo, también lo intento. El relato que voy a compartir hoy estaba pensado en inicio para el Premio Ripley de relato breve, pero no llegué, así que lo reciclé para el último Reto asshaíta. Acorté muchísimo para entregarlo en el plazo ampliado, así que el texto no fue muy exitoso. Gustó el tema, pero al parecer, quedaron hilos colgando. Mi idea es ampliarlo con el argumento original, que modifiqué para terminar a tiempo. Lo que pasa es que siempre que pienso en modificar o ampliar luego no lo hago. En cualquier caso, para haberlo escrito en unas horas, yo me quedé bastante satisfecha con el resultado. Aquí queda.

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“Al que cae desde una dicha cumplida
no le importa cuán profundo sea
el abismo”.

Lord Byron

Dancer resoplaba fatigado mientras galopaba a toda velocidad bajo la lluvia torrencial. Cada pocos instantes, el reflejo de los relámpagos refulgía en su manto azabache y sus ojos enrojecidos por el cansancio brillaban cargados de una mezcla de furia y horror. Desde el pescante, Ann blandía la fusta como fuera de sí, aunque con elegancia natural. Parecía que llevase toda la vida haciéndolo y no que fuese la primera vez. El cochero de la rectoría le había explicado cómo fustigar al caballo para no encabritarlo y que rindiese mejor. No había servido de nada que yo le dijese que Dancer no era un jamelgo cualquiera de tiro, sino un frisón purasangre. De hecho, ella lo sabía perfectamente. Pero no le importaba nada más que llegar a destino. Su pelo dorado danzaba violentamente al viento y de vez en cuando, empapado, le azotaba la cara.

En la calesa nosotras dos también nos mojábamos. Yo sujetaba la cabeza de Beth sobre mi regazo a duras penas. El agua le había lavado la sangre de la comisura de los labios y, si no hubiese sido por cómo su cuerpo se dejaba llevar impasiblemente por el traqueteo violento del viaje, nadie podría haber adivinado que la vida la había abandonado.  Pero estaba muerta. Y debíamos darnos prisa si queríamos hacer algo al respecto. O eso creíamos.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —nos repetía su imagen traslúcida, que flotaba a toda velocidad junto a Dancer.

Yo intentaba mantener la calma en medio de esa vorágine. Sólo unas horas antes, habían aparecido ante mi puerta: Elizabeth Wordsworth y Ann Moss, después de más de seis años sin saber de ellas. Una se moría de tuberculosis. La otra gesticulaba nerviosa, con el pelo alborotado por el trajín y la mirada a la vez encendida y ausente.

—¡Se me muere, Mary! ¡Se me muere! —me decía.

—No hay nada que yo pueda hacer, Ann, y lo sabes.

—Tienes que venir con nosotras. Podemos recurrir a él. Tú tienes la llave.

La miré aterrorizada, aunque su petición no me sorprendía. Él era Sir Thomas Moss, el padre de Ann y tutor de Beth. A él también hacía más de seis años que no lo veía. Nuestro último encuentro había sido violento y había acabado con su cuerpo y su diabólica alma encerrados en el panteón de los Wordsworth para que se consumiesen eternamente, si es que aquello era posible.

—Por favor, Mary —carraspeó entre esputos de sangre la pobre Beth—. Aún no he comenzado a vivir. Él sabrá qué hacer.

—Beth, no quieres pactar con el mismo demonio —comencé a responder—. ¿Cómo podría eso…?

—Quiero vivir, Mary —me interrumpió y se desvaneció.

Así fue como acabé en mi calesa, sujetando a la moribunda hasta su último aliento. Cuando expiró, el viejo Dancer se encabritó preso del pánico y entonces vimos el espíritu, negándose a abandonar a Ann, negándose a abandonar el mundo, flotando junto al caballo, que apuró el galope instintivamente.

Nos llevó casi un día recorrer las poco más de treinta millas que separaban la rectoría donde yo vivía de la mansión de los Wordsworth, en los riscos al norte de Blyth, junto a la costa. Había olvidado lo cerca que estaba de aquel lugar solitario y maldito. Llegamos ya de noche y no había dejado de tronar y llover durante todo el camino.

La gran casa se vislumbraba entre la maleza, en la colina que bajaba a la playa. Pese al estado de abandono, seguía teniendo un aspecto majestuoso. El panteón estaba en el acantilado en el extremo norte de la finca. Tuvimos que desenganchar a Dancer del tiro, pues la calesa, aunque pequeña, no podía subir el escarpado sendero que ascendía zigzagueando entre las rocas. Cuando llegamos a la verja del pequeño cementerio que durante siglos había albergado a la familia Wordsworth era ya casi medianoche y la lluvia había cesado. El viento había arrastrado las nubes hacia el mar, que brillaba plateado bajo la luz de la luna.

—Él sabe que estamos aquí —nos decía la imagen traslúcida de Beth—, sabe que hemos vuelto.

Para entonces yo ya estaba presa del pánico. Me aterrorizaba volver a ver a quien un día había sido mi protector, amigo y confidente. Mi mente me repetía que había muerto, que tenía que haber muerto. Pero los recuerdos de los últimos meses con él, lo que había visto, la presencia del espíritu de Beth… había visto tanto y tan siniestro, tan oscuro y diabólico, que ya no sabía qué podía ser o no real, qué podía ser o no racional.

Mis manos temblaban al abrir los candados y retirar la maleza entre las cadenas. El último de ellos, el de la pequeña edificación con arcos apuntados donde estaba sir Thomas, estaba inmaculado, como si el hierro hubiera sido impenetrable por el agua y el óxido no pudiera hacer mella en él. Incorruptible. Las zarzas, no obstante habían aprisionado todo el templete, como si de una barrera se tratase, una barrera entre el mundo de los vivos y el mundo de los demonios. Los brazos de Ann acabaron surcados de raspones y arañazos sangrantes. Su aspecto era casi tan siniestro y fantasmagórico como el de Beth.

Abrimos la pesada puerta y del interior surgió una pestilencia. No era el olor de la muerte, ni de la descomposición. Era un olor ponzoñoso que contaminaba nuestras almas, un olor dulzón y pegajoso que penetraba en nuestras mentes y nos aletargaba. Así olía el mal, sin duda. En seguida oímos los pasos. Firmes, rítmicos, secos. Allí estaba. Vivo. O lo que fuese ese tipo de existencia, ya que no podía llamarse vida.

La luz de la luna iluminó su cara, igual a la de Ann; ambos con el cabello dorado y el rostro de la perfección angelical. Esa noche, el de ella, desencajado, ido y enfermo, se asemejaba más que nunca al de él, en el que el brillo de la locura y la maldad estaban latentes. La ropa estaba raída y polvorienta. La misma ropa de seis años atrás.

—¡Padre! —exclamó y se echó a sus brazos, sollozando—. Tienes que salvarla. Tienes que ayudar a Beth.

Thomas me miró entre los brazos de su hija. Sonrió con sarcasmo. Luego apartó un poco a Ann y con una expresión de preocupación paternal impostada, secó las lágrimas del rostro de la que volvía a parecer la niña que yo había conocido tanto tiempo atrás.

—Lo siento, padre. Perdónanos por lo que hicimos. Nunca debimos dejarte aquí. Por favor, ayuda a Beth.

—Mi querida hija. Hace tiempo que os perdoné. Estos largos años me han proporcionado paz de espíritu para poder perdonar y recapacitar sobre mis actos. Sin embargo, yo no puedo ayudar a Beth.

—Pero… ¿no estás acaso dotado de vida eterna? ¿No tienes el don de no morir? ¿No puedes hacerla como tú?

—Ya está muerta. Sólo podría haberlo hecho si hubiera llegado con vida.

—¡No! ¡No!—el rostro de Ann parecía ahora poseído por una extraña locura. Junto a ella apareció la fantasmagórica figura de Beth.

—No pasa nada, Ann —la consoló—. Te acompañaré hasta que llegue el momento y luego pasaremos juntas la eternidad.

Él volvió a mirarme y sonrió una vez más. Se giró entonces hacia el espíritu de la muchacha muerta.

—Me temo, Beth, que tu espera sí será eterna— intervino—. Acabo de recuperar el amor de mi hija y no tengo ningún interés en perderlo otra vez. De hecho, la eternidad que quiero proporcionarle será más placentera que la muerte a la que la invitas.

Ann se apartó y comprendió, asustada. Comprendió que habíamos cometido un error al ir allí. Quería convertirla en lo mismo que él. Ése iba a ser su castigo.

—¡Ven conmigo, Ann! —grité con decisión, aunque mi voz me traicionó, temblorosa—. Apártate de ese monstruo.

—¡Mary! —respondió él, agarrando a Ann fuertemente por el brazo sangrante—. Siempre Mary, aconsejando, cuidando, malcriando… llenándoles la cabeza de pájaros, volviéndolas en mi contra.

—Déjala en paz. Si quieres venganza, véngate de mí, pero deja ir a tu hija. Si queda algo del corazón humano que una vez tuviste dentro de ese cuerpo diabólico, si queda algo del amor de padre, déjala ir.

Él miraba los brazos arañados de Ann. La sangre brillaba bajo la luz plateada.

—¿Acaso crees que no es un acto de amor proporcionar la vida eterna a mi ser más querido? Lo habría hecho por Beth si hubiese podido. Lo haré por ti sin que me lo pidas, Mary —sonrió, una vez más.

Di un paso atrás y agarré con fuerza el crucifijo de plata que colgaba de mi cuello.

—Moriría diez mil veces antes de tener una existencia como la tuya.

—¿Qué sabes tú de mi existencia, Mary? ¿Te refieres a estar sepultado en vida tanto tiempo por tu culpa? Porque que yo recuerde, mi existencia anterior siempre fue feliz.

—Sepultado en vida —respondí—, feliz… ¿Acaso son palabras que correspondan a un demonio como tú? No estás muerto, no. Pero no llames a eso que tienes vida, cuando es una atrocidad. ¿Felicidad, dices? Llámalo mejor lascivia, vicio, placer… pero no felicidad. Si conocieses la felicidad no morarías un cuerpo hecho para hacer el mal, no te alimentarías del dolor ajeno.

—He sobrevivido todo este tiempo sin alimentarme de ningún dolor, más que el mío, Mary. El dolor de verme traicionado por los seres a quienes más protegí y más amé. ¿Acaso te crees libre de causar dolor? ¿Acaso porque me ves como un demonio, porque sabes que mi corazón no late, intuyes que soy incapaz de sentir?

—Sientes ira, venganza, pasión desenfrenada… no arrepentimiento, Thomas. Apártate de Ann.

Ella seguía con la cara desencajada, mirando al fantasma de Beth frente a sí. Súbitamente, se zafó de los brazos de Thomas, que había bajado la guardia y comenzó correr más allá del templete, internándose entre las tumbas más antiguas, hacia el borde del acantilado. Delante de ella el espíritu brillaba y flotaba, como guiándola.

—¡Beth! ¡Beth! No tendrás que esperarme, amor mío —le decía—. Ya voy a ti. Ya voy a ti.

Intenté correr tras ella pero Thomas me frenó.

—Tienes razón —me dijo—. No he pensado más que en la venganza; no he hecho más que alimentar un odio infecundo, putrefacto, un odio que no conduce a nada. Un odio que, en realidad, no siento por Ann. Un odio que no siento por Beth. Creo que en esta existencia vacía de sentido, en esta soledad mortal, finalmente he vuelto a aprender a amar.

—Déjame ayudarla—contesté mientras intentaba liberarme de su mano que agarrotaba mi antebrazo.

—Si quieres ayudarla, déjala correr. Déjala.

A pesar de Thomas, me resistí a dejarla ir tan fácilmente y, con él asiéndome aún, la seguí hasta el borde del acantilado. Beth levitaba frente a ella y, abajo, las olas rompían atronadoramente en la roca, brillando resplandecientes por la plateada luz de la luna.

—¿Recuerdas cuando leíamos a Safo? —preguntó Ann—. Eros ha sacudido mis entrañas como un viento abatiéndose en el monte sobre las encinas.

—Recuerdo a Safo, amor mío. Pero no tienes que compartir mi destino. No me importa esperar toda tu larga vida, no me importa vagar en este limbo fantasmal si luego compartimos la eternidad —respondió Beth—. Fue la misma Safo la que dijo: Morir es un mal. Así lo juzgan los dioses, pues de otro modo morirían.

—No es el mal la muerte sino el descanso del alma fatigada por el dolor. ¿Acaso será vida seguir ocultando nuestro pecado sin tenerte como compañía? ¿Debo durar largos años, marchitarme, pudrirme, sin ninguna razón que me empuje a ello? No, Beth. Voy junto a ti. Nada me retiene ya en este mundo. Soy tierra yerma, corazón vaciado, mente perturbada. Tengo miedo de vivir; incluso tengo miedo de aceptar la no vida de mi padre. Lo único que no me aterra eres tú. Lo único que no me aterra es saltar y que las aguas estrellen mi cuerpo contra la piedra. Soy cobarde, Beth. Soy cobarde.

El ánima resplandeciente de Beth se acercó entonces al borde del precipicio, extendiendo sus brazos hacia su amante. Ann sonrió y dio un paso. Entonces dejé de verla. El abismo la había tragado.

Caí de rodillas, presa de la tristeza. Aún me aferraba al crucifijo de plata, pero ya no sentía la mano fría de Thomas en mi brazo.

No lo vi venir.

Sólo sentí el olor dulzón penetrar en mi cuerpo mientras el flujo de mis venas parecía correr suavemente. Cada vez sentía más frío y, al mismo tiempo, cada vez sentía menos cosas. Me vaciaba de sentimientos y se me agolpaban las sensaciones. El brillo de la luna era más intenso pero era incapaz de recrearme en su plateada belleza. Las olas seguían rompiendo atronadoramente pero me perturbaba más el sonido de los animalillos de la noche, sus corazones latiendo bajo su piel, el corazón de Dancer latiendo, abajo junto a la casa… Ya no pensaba en Ann y en su dolor, sólo en el amasijo de sangre y carne estrellada en la pared de fría piedra. Ya no era yo. Todo eso no me dio miedo.

Sólo me dio miedo que ya no me importaba.

(Texto registrado con número,  1807317886193 con licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 )

Los hijos de las rocas (un relato para Asshai)

EDITADO 26-05-2020: Elimino el texto completo de los relatos por cuestiones prácticas ajenas al blog. 🙂

Pues con el impulso y la alegría que me da que mi tweet – tuit sobre Beren y Lúthien quedase en segundo puesto en el certamen de Smial de Lorien hoy mismo, me animo a publicar algo en el blog. Algo escrito por mí, obviamente: mi última aportación al Reto de Asshai. Es un relato de fantasía que se adaptaba a las normas del concurso y pretende ser parte de algo más grande pero, ¿quién sabe? Espero que os guste.

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Un relato para acabar el año

EDITADO 26-05-2020: Elimino el texto completo de los relatos por cuestiones prácticas ajenas al blog. 🙂

Pues ya con el cambio de año he decidido registrar y licenciar algunos de mis relatos y así subirlos y compartirlos con todos vosotros. El primero que subo es el que me trajo mi gran gloria, ganar una edición de El Reto de Asshai. El Reto es un certamen de relatos en el foro dedicado a Canción de Hielo y Fuego, en el que el ganador de cada edición pone unas normas de obligado cumplimiento. Los participantes leen los relatos anónimos, votan y el más aclamado por el público gana y organiza la siguiente edición.

Este relato ganó la edición XIX y sería demasiado modesta si no dijese que se llevó muuuuuchos puntos. Espero que os guste. Es un relato mitológico relacionado con las Moiras, las que tejen el destino de los hombres en la mitología griega.

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Las Moiras o el triunfo de la muerte. Tapiz flamenco del siglo XVI, Victoria and Albert Museum

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