Todo cambia

La verdad es que le tengo mucho cariño al blog y me siento bastante traidorcilla por tenerlo tan y tan abandonado. En realidad, no es lo único que he tenido un poco abandonado el último año. El exceso de trabajo fuera de horas me venía matando los últimos tiempos, incluso antes de la pandemia, pero ya durante esta, entre teletrabajo, estrés por un mundo que parece que se desmorona cada segundo que pasa, la crisis y, sobre todo, el estudio, han hecho que no saque tiempo para dos de las cosas que más me gustan: leer y escribir.

El blog es sólo una faceta del abandono, pero tampoco he escrito un relatillo miserable ni, por supuesto, he avanzado ni en la novela ni en la tesis. Y leer… más bien poco.

Pero todo cambia, y todo se termina, que decía la canción. Por fin, parece que mi nuevo trabajo me permitirá tener algo de tiempo libre y menos carga mental. Por lo pronto, estoy de vacaciones. A ver si con el cambio de año, traigo la entrada que tengo a medio hacer sobre fundadores del paisaje. U otro que no esté enquistado.

I’m back, babies.

Mientras se escribe otra cosa

En breve habrá un post de los buenos, de esos que se hacen esperar. Entretanto, sólo quería aclarar que he eliminado el texto completo de dos de mis relatos que podrían encajar en otro sitio. Si retiro alguno más, será por el mismo motivo. 🙂

Fundadores del paisaje: El castaño

 

«Tengo fruta en sazón, castañas tiernas,
queso abundante…»

Virgilio, Bucólicas, Égloga I

 

La brisa fresca de la mañana me ha recordado las cuentas pendientes con el blog y una de ellas es seguir recopilando historias de árboles. Bueno, recopilar recopilar es mucho decir, ya que por ahora sólo he publicado sobre el fresno (aunque es cierto que tengo a medias algún fundador más). La cosa es que llevaba dándole vueltas a qué árbol elegir para retomarlo, y recordé el fallecimiento triste de unos castaños centenarios a mano de gente poco persona y me decidí por ellos. La verdad es que parece que el castaño, con toda su larga trayectoria y múltiples aplicaciones, no abunda en mitos vinculados, o al menos, no es fácil hallarlos. Sí abunda material confuso que me ha traído un poco de cabeza.

Por ejemplo, en algunas webs muy interesantes, con información detallada de la taxonomía, hábitat, usos, etc. del árbol y sus partes, se cita que los griegos la llamaban «bellota de Júpiter» en una derivación del griego.  Investigando un poco sólo he encontrado que Macrobio habla de una bellota de Júpiter y, citando las etimologías establecidas por diferentes autores anteriores a él mismo, como Gavio Baso o Cloacio Vero, identifica esa bellota de Júpiter con el fruto del nogal (iuglans), es decir, con la nuez, y no con la castaña, a la que alude poco después en la misma obra (Saturnales, libro III).

800px-Illustration_Castanea_sativa0

Castanea sativa en Otto Wilhelm Thomé, Flora von Deutschland, Österreich und der Schweiz, 1885. (Wikimedia Commons)

En la Memoria sobre los productos de la agricultura española reunidos en la Exposición General de 1857, Baltasar Noval apunta que fueron los griegos quienes la denominaban así y que los romanos cambiaron la denominación hacia el nogal. En cualquier caso, no cita fuente para su afirmación.  Algunos autores (no latinistas ni helenistas, sino botánicos) siguen esta tendencia, incluso sugieren que la denominación griega se refería a nueces y a castañas.  Macrobio, sobre cómo llamaban los griegos a las castañas, habla de pónticas, heracleas y regias juglandes (en esta última denominación vemos la relación con iuglans). No obstante, la «bellota de Júpiter» como tal parece ser claramente la nuez y en todo caso, la herencia griega vendría de «bellota de Zeus».

La denominación castanea vendría también del griego, relacionada con el topónimo de procedencia de la producción del fruto, aunque también se podría pensar que el topónimo viene de la abundancia de la castaña. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Lo cierto es que la etimología de palabra parece clara, y podríamos ir atrás al latín, luego al griego y seguramente a algún resquicio próximo oriental. Sin embargo, he encontrado una alusión a Isidoro de León que me parece más chula. No voy a recontarla sino que os la pongo tal cual y cito fuente:

«Una etimología fantasiosa es la propuesta por San Isidoro de Sevilla (siglos VI-VII), que apunta a que las castañas tienen forma de testículos y que su nombre derivaría del verbo “castrare” ya que la operación que se lleva a cabo abriendo el erizo para extraer los frutos es parecida a la que se lleva a cabo quitando los testículos en la castración.

Quizás Isidoro, como doctor de la Iglesia, se olvidaba de que los testículos son dos y las castañas son generalmente tres en cada erizo, pero sin embargo si es verdad que en Italia se dice “castrar las castañas” para describir la operación que hace el asador de castañas cuando hace un corte a las castañas antes de ponerlas en el fuego para evitar que exploten».

Giorgio Venturini, en traducción de Ignacio Barrionuevo,
en Monaco Nature Encyclopedia, recuperado aquí, donde hay mogollón de información más que interesante acerca del castaño.

Realmente, desconozco la obra de Isidoro de Sevilla para comprobar dicha afirmación pero desde luego, me gusta la idea.

Existe otra leyenda pseudomitológica ligada también a la denominación y que está bastante extendida. Cuando la leí me fui directamente a por mi ejemplar de las Metamorfosis de Ovidio, donde no la encontré. La leyenda etimológica cuenta que la casta Nea era una ninfa del séquito de la diosa Diana. Júpiter, en su línea, intentó hacerse con ella y al resistirse, la convirtió en erizo de castaña, de ahí el nombre. En alguna otra versión he leído que es Diana la que la convierte para protegerla. En otra versión del tema, he llegado a leer que Diana lanza a Nea lejos de la tierra, convirtiéndose así en el cinturón de asteroides de nuestro sistema solar (Near Earth Asteroids).

Me trajo de cabeza y consulté todas las fuentes clásicas que se me ocurrieron, en diccionarios mitológicos. Repasé pinturas y pinturas de tema bucólico y encontré muchas ninfas forzadas por Zeus, pero nada. Al final, me salvó el vino. ¡Cómo no! Encontré en una etiqueta de vino francés con el nombre Castanea que la leyenda la había escrito un poeta italiano del Renacimento. ¡Todo encajaba! Ahora encuentra tú al poeta.

Aquí hablé con una experta en poesía latina que me ayudó bastante. Efectivamente, se cercioró de que el relato no venía de una fuente clásica. Tampoco encontró mención del mismo en la obra de los poetas italianos más conocidos, pero finalmente afloró el poema, cuya autoría se desconoce y que sería el que dio origen a la leyenda. Aquí va, no se diga:

Nea, era il suo nome
e le castagne, sono le sue
lacrime brune.

Giovane vestale
l’amor ti fu fatale

la sorte, infausta ti rese
eternamente casta

ma la vita rimpiangi
e brune lacrime piangi.

No he encontrado muchas referencias mitológicas europeas con respecto al castaño (no hay una simbología cargada como en el caso del fresno o del roble). No obstante, sí se incluye entre los árboles importantes dentro del imaginario inspirado en los cultos celtas, por ejemplo, y también hay referencias a su consagración a Zeus/Júpiter en las culturas clásicas.

Sí he encontrado un relato fantástico sobre el origen del castaño en el imaginario del pueblo Seneca, uno de los pueblos iroqueses, habitantes de la zona nordeste de los Estados Unidos en el área de la frontera con Canadá. El cuento sólo lo he encontrado en inglés en el compendio Seneca Myths and Folk Tales, y narra la historia de dos hermanos, Dadjedondji y Hawiyas. Procedo a traducir resumidamente la historia (en inglés son unas cinco páginas, así que intentaré acortarlo pero sin que pierda interés, ya que es una historia chula pero que no encontraréis traducida).

El origen del árbol del castaño (cuento tradicional seneca)

Dos hermanos vivían en una cabaña en una tierra de colinas. Dadjedondji ocupaba su tiempo cazando, pescando y recogiendo frutos de los bosques colindantes. Cocinaba sólo para él, pues su hermano Hawiyas se negaba a comer con él y tampoco lo hacía en presencia de nadie. Nunca cazaba ni cocinaba y se pasaba el día fumando.

Dadjedondji se preguntaba qué haría su hermano en su ausencia, así que un día no se fue a cazar y observo secretamente a Hawiyas, pero no descubrió nada interesante, así que esa noche decidió hacerse el dormido a ver si descubría algo. ¡Y tanto que descubrió! Observó secretamente cómo Hawiyas se levantaba sigilosamente y de debajo de un madero cogía una tetera y una bolsita. De la bolsita sacó un fruto, del que raspó unas lascas y volvió a guardar.  Metió las lascas en la tetera con agua, agitó la mezcla y la puso al fuego. Al calentarse iba aumentando de tamaño y se convertía en un pudding.  Una vez, hecho, Hawiyas comió, lavó la tetera, la guardó junto a la bolsita en su escondite y volvió a dormirse.

La noche siguiente, Dadjedondji esperó a que Hawiyas hiciese su ritual culinario y se durmiese y procedió a imitar lo que su hermano había hecho. El pudding le gustó tanto que echó en la tetera todo el contenido de la bolsa y lo puso al fuego. La tetera se expandió tanto que rápidamente ocupó más de la mitad de la casita y el pudding empezó a derramarse. Hawiyas se despertó y llorando le dijo a su hermano: «¿Qué has hecho? ¡Acabas de matarme!»

Dadjedondji no entendía nada. Salieron de la cabaña cada vez más inundada.

«¿Qué he hecho? No tienes aspecto de muerto.»

«Has  usado toda mi comida. Es todo lo que tenía y lo único que puedo comer. Nadie puede obtener más de esos frutos porque están lejos y en un lugar embrujado, así que me has matado». En ese momento, la cabaña se hinchó de pudding y se vino abajo.

Dadjedonji, entonces, le pidió a su hermano que le contase algo más de la historia de su comida y Hawiyas le dijo que hacia el Este existía una gran grieta en la tierra. Más allá había una gran serpiente ponzoñosa, cuyo aliento mataba todo aquello que alcanzaba. Si algún humano, por casualidad lograba escapar, encontraría más adelante dos panteras, que había que sortear arrastrándose con astucia sin ser visto, llegando así al árbol de los frutos maravillosos. En su copa vivía una bruja, ante cuya mirada los hombres se desmoronaban, y sus seis hermanas los devoraban. Claramente era imposible conseguir uno de los frutos mágicos.

No obstante, Dadjedondji, que no quería matar a su hermano de hambre, le dijo que en esa historia que contaba todo era malo y que él hacía el bien, así que nada de lo que se encontrase podría detenerlo. Se puso en marcha mirando al Este.

Primero encontró una gran grieta que atravesaba su camino más allá de lo que alcanzaba la vista.  Entonces cogió unos palos de un leño caído y lanzó uno al otro lado, impulsándose asimismo en una carrera y llegando al otro lado. Reanudó el viaje apresuradamente, precipitándose casi sin darse cuenta en las fauces de una gran serpiente que salió de una cueva. . Dadjedondji le lanzó un palo a la boca y se  escabulló, para darse de bruces con dos panteras. Aquí también utilizó los maderos para espantar a las fieras.Sin mirar atrás, corrió.

Entonces escuchó una canción en el aire y, siguiendo el sonido, llegó a un enorme  frondoso árbol. En sus ramas más altas estaba quien cantaba, una mujer esquelética. Sin embargo, el canto embrujado no afectab a Dadjedondji, que le dijo: «Todo esto es malo y yo soy justo, así que el mal no puede hacerme nada».  La bruja elevó más su voz y dijo:

«Ha venido un intruso».

«Baja» – respondió el muchacho -. «Tengo un presente para ti. Te prometo que no te haré daño». Tendió la mano ofreciéndole un wampum (una cinta/collar con conchas que se utiliza para sellar tratos).

La bruja bajó y cogió la cinta y volvió al árbol, donde se la puso al cuello. Las cuerdas del wampum se empezaron a cerrar cada vez más, silenciándola. Sus seis hermanas empezaron a gritar. Sin embargo, no eran gritos de dolor, sino de alegría, pues el silencio del canto de su hermana bruja las liberaba.  En agradecimiento le dieron un montón de frutos del árbol a Dadjedondji y lo dejaron partir. La bruja, al no tener alimento, murió.

En el viaje de vuelta, encontró a las panteras furiosas por haber sido burladas. Él, sin amilanarse, las increpó diciéndoles que deberían avergonzarse de atacar a los viajeros y que, vencida la bruja, eran libres de irse y comportarse como debían. Más adelante encontro a la serpiente, a la que también reprendió.

Al llegar a la grieta, le habló a la tierra: «Oh, Tierra, ¿por qué te has rasgado? Nunca había visto estas fisuras en mi vida. Ciérrate de una vez». Y la Tierra obedeció. Entonces se encaminó a las ruinas donde estaba su casa, donde Hawiyas se lamentaba. Dadjedondji le dio unas cuantas castañas (pues ese era, obviamente, el fruto) y lo envió donde estaba el gran árbol a encontrar una buena mujer que se las cocinase(¡tenía seis para elegir y es de suponer que éstas estarían encantadas de tener un marido! *incisoquenopuedoevitar: despues de toda la vida esclavizadas por su hermana mala, seguro que tienen ganas de cocinar pudding de castaña para un desconocido que encima es un pupas; cierroinciso*) .

Luego se dirigió a las colinas y esparció todas las castañas por ellas, y nacieron muchos castaños. Cuando estaban confinadas en el árbol mágico, las frutas eran mágicas, pero las castañas que crecían en este nuevo bosque no se expandían ni reventaban teteras ni cabañas.

La verdad es que parece que sea del origen que sea, en los cuentos siempre hay una mujer malvada y un héroe salvador. What a coincidence! Pero sigamos hablando de árboles, que las historias del castaño, aunque no abundantes, no se acaban aquí.

En la región de Asturias, además de buenos cachopos, tortos y quesos, también hay muchas leyendas (¡uy! si va a ser todo lo que me gusta unido en un solo lugar). He encontrado aquí (una revista online por y para esta bella tierra de trasgos, bufones que ululan y cimas que truenan) una alusión a cómo el primer herrero engañó al diablo para que le diese el secreto para fabricar la sierra. Le dijo que en su pueblo ya tenían sierra, a lo que Satán, que aquí estuvo poco astuto para lo que suele ser, le respondió que eso era que ya habían visto la hoja del castaño. De ahí el herrero sacó la idea y fabricó la sierra inspirándose en la hoja dentada del árbol.  También aluden en el mismo artículo a ciertas creencias tradicionales. Alguna debe de ser sólo asturiana, como la de que si una castaña estalla al asarla es que se ha liberado un alma del purgatorio.

Otras están más extendidas y se corresponden con tradiciones que abarcan desde España hasta el Piamonte, pasando por zonas de Francia también. Son las que relacionan a las castañas con el más allá. Tiene bastante sentido puesto que la castaña es un fruto del otoño y las noches de muertos y almas son por estas fechas. Parece ser que en agunas regiones se dejan castañas para los muertos en la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre, para que las almas no se enfaden y no estropeen las cosechas de esta época.

También  en la festividad de San Martín en Venecia las mujeres pobres cantaban canciones en las ventanas para obtener algunas castañas con las que calmar su apetito (R. Folkard: Plant Lore: Legends and Lyrics embracing the Myths, Traditions, Supertitions and Folk-Lore of the Plant Kingdom). San Martín es el 11 de noviembre y resulta una fecha de larga tradición ligada a la castaña. De ahí la frase «A San Martino, castagne e vino«.  La fiesta está vinculada a más lugares de Italia, lo que daría para un post mucho más largo de lo que este ya es, que me estoy pasando y aún quedan cositas.

Hay muchas castañas, y tradiciones ligadas a ellas, en Francia. Por ejemplo, una tradición bretona cuenta que Dios creó el castaño y el diablo quiso imitarlo, pero como el diablo no es Dios, pues sólo consiguió crear el marronnier (lo que nosotros llamamos castaño de Indias, cuyo fruto no se come porque, aunque se parezcan, ni siquiera son de la misma familia botánica).

Y es que… ¡sí! Al final, tirando del hilo, se sacan muchas referencias, por lo que voy a decantarme por dos o tres cuestiones más. La primera tiene que ver con castaños y castañares famosos (famosos en el mundo del famoseo arbóreo, no en el mundo del famoseo en general). Allá va:

ilcastagnodelletna

Castaño de los cien caballeros, al pie del Etna, el más longevo del mundo. Fuente: http://www.comune.sant-alfio.ct.it/stampe.htm

La gran celebrity de los castaños, digamos, la Madonna de los castaños, es un ejemplar que está en las faldas del Etna y que se llama el «Castaño de los Cien caballeros», a quienes albergó en una noche de tormenta. Al parecer es el más longevo del mundo, con entre 2000 y 4000 años de vida y tiene una circunferencia de 60 metros. ¡Ahí es ná!

En España hay unos preciosos castañares Asturias, en el bosque de Espinaréu, en Madrid cerca de El Tiemblo y en Galicia. Especialmente podemos destacar el de Pumbariño, en Ourense, que tiene un tronco de 12 metros de diámetro, aunque yo quiero rescatar otros, por dos motivos. Uno es que me recuerda a mi infancia en los bosques gallegos y el otro es que hay una leyenda relacionada. Se trata del castañar de Sobrado dos Monxes, un pueblo a mitad de camino entre Guitiriz y Melide, de Norte a Sur, y de Lugo y Santiago, de Este a Oeste. Existe un monasterio y unos árboles preciosos en torno a la laguna. Y también una historieta que sólo he encontrado en versión en francés sobre la historia del «Castaño de las bragas quemadas» (¡!). Al parecer, la mujer de un mercader rico se había colado fervientemente por un monje ermitaño que vivía en la cueva que se forma entre los troncos de los castaños centenarios. Este monje predicaba con sabiduría y conocimientos a los peregrinos que iban a Santiago de Compostela. Después de recibir numerosas negativas, educadas pero firmes, esta señora decidió colarse una noche en el castaño y salió más rápido de lo había entrado, con las bragas en llamas.  He de decir que no he encontrado referencias a este castaño pero la historia es, cuanto menos, curiosa.

Ya para acabar, voy a hacerlo con una referencia literaria del Romanticismo, que tiene que ver con una de mis obras favoritas, Jane Eyre, de Charlotte Brontë. En la novela aparece un castaño (en algún lugar he visto la traducción como castaño de Indias, pero he visto el original para comprobarlo y en algunos casos es un castaño normal, un chestnut, y no un horse-chestnut, y en otros casos he encontrado horse-chestnut. Como esto va de castaños, quiero fuerte que sea un castaño y os lo cuento).

El castaño tiene un marcado simbolismo en la obra. Es el lugar donde Jane y Mr. Rochester (¡ojo spoiler!) se prometen en un día que parece que todo va a ir genial (aunque cuando lo lees ves que te queda medio libro y te das cuenta de que muy genial, muy genial no parece que vaya a ir). No voy a hacer spoiler del resto del libro, sólo citar el final del capítulo 23 (y ya con él finalizar esta entrada sobre castaños míticos, reales y literarios que espero os haya gustado).

«A la mañana siguiente, antes de levantarme, la pequeña Adèle corrió a mi cama a contarme que un rayo había partido en dos el gran castaño que estaba al final del huerto».

 

 

 

 

¿Qué nos hace lo que somos? Un relato sobre la identidad

Bueno, pues como creo que es mejor subir relatos que no escribir nada porque no tengo tiempo (aunque tengo algo en el tintero… algo enooorme), voy a subir un relato al que le tengo especial cariño, escrito cuando estaba esperando la llegada del pequeño Piruleto. Tenía, por la norma de esa edición del Reto, que contener una cuestión filosófica, y yo decidí que fuera la identidad y el peso de la memoria en su definición.

Espero que os guste tanto como me gustó a mí escribirlo. Pido perdón de antemano porque por alguna barbaridad del editor del texto, no están las sangrías.

 

Reinarás en Ilión

Gran polvareda se levantó del cadáver arrastrado;
los cabellos oscuros se esparcían  y la cabeza entera en el polvo yacía, antes encantadora.
Ilíada, canto XXII

La tormenta, por fin, había quedado atrás. El sol podía adivinarse muy tímidamente tras la pantalla blanquecina de la bruma. Sin duda, en pocas horas volverían a disfrutar de un cielo despejado, tras más de dos días oscuros en lo que les había parecido un vendaval eterno.

Julius se apoyó en la barandilla de proa, se acarició la mejilla y lamió la sal del mar. Se volvió y comprobó que la pequeña goleta Miracle parecía haber sobrevivido sin mayores desperfectos a los días de borrachera inesperada del Mediterráneo. Sin embargo, Barek, el contramaestre turco, gritaba a sus subordinados como si aún hubiese truenos y su voz tuviera que sonar por encima de los mismos. Al principio Julius pensaba que el intenso movimiento que se había desencadenado era por haber avistado tierra, pero simplemente los marineros estaban intentado dejar el barco como antes de la tormenta y, lo que era más importante, preparado para el salât. El rezo de los tripulantes había sido interrumpido por el mar y tocaba ponerse al día con Allah.

—¿Siempre tienes que madrugar más que los demás? —preguntó una voz entre bostezos a su espalda.

—¿Siempre tienes que dormir más que los demás, querido Frank? —respondió Julius irónicamente.

—No dormía. En realidad estoy muerto de sueño. Estaba cuidando de nuestro estrafalario amigo. Ha estado vomitando sin parar desde hace horas. Creo que la tormenta no le ha sentado bien.

—¿La tormenta? El licor, querrás decir. Estuvo bebiendo desde la primera ráfaga de viento, increpando a Eolo y vociferando al aire en algún idioma, supongo que el que él dice que es suyo, aunque soy incapaz de entenderlo.

—Me encanta cuando le dan esas pataletas y entra en trance— rio Frank mientras se recostaba de espaldas en la barandilla de cubierta y encendía un habano.

—Lo sé. ¿Crees que no te veo cebarle con ese ron que has traído de Antillas? ¿Acaso la bodega del barco estaba a tu disposición enteramente? Es como si nunca fuera a acabarse —inquirió Julius mientras le dirigía una mirada de reproche.

—La bodega de ese barco daba para eso y mucho más. Un bergantín imponente, el de mi padre. No como esta cáscara de nuez que durante la tormenta parecía que se iba a hundir en cualquier momento.

—Y la culpa es de Duelo. Los turcos están como locos por tener que llevar semejante blasfemo en el barco. De hecho, hace un rato escuché cómo Barek le pedía al capitán que lo dejase a la deriva en una chalupa. Le decía que la tormenta era por llevar al pecador alcohólico a bordo. Por un momento pensé que hablaba de ti, querido Frank, y temí que tuviésemos que desempolvar los mosquetes.

—Sería un episodio digno de…—Frank se detuvo y cambió de conversación—. Mira, ahí sube tu hombre. Parece que está vivo, aunque tiene un color un poquito mustio.

Julius se acercó al hombre que acababa de aparecer en cubierta. Presentaba un aspecto bastante lamentable, pero aun así se intuía un físico llamativo, sobre todo comparado con el de sus compañeros de viaje, cuya flema inglesa se traslucía hasta por el último poro. Duelo, como lo llamaban a sus espaldas, era un hombre de unos cuarenta años, alto y fornido. Su tez parecía mediterránea, muy curtida por el sol. Tenía un espeso cabello oscuro que le caía hasta los hombros y los ojos oscuros. Sin duda, de encontrarse en plenas facultades, su sola presencia habría puesto de relieve la pusilanimidad latente de los dos amigos que, por fortuna y posición, hacían bromas a su costa. Sin embargo, estaba tocado por el ajetreado viaje y a duras penas conseguía mantenerse en pie.

—¡Querido Fallen!—saludó afablemente Julius—. Me alegro de que ya haya podido salir de su camarote. Desde que partimos del Pireo sólo hemos coincidido una vez. Confío en que con el cese de la tormenta podamos verle en cubierta más a menudo. A fin de cuentas, este es su mar, ¿verdad?

—No atosigues a Fallen, Julius.

—No se preocupe, Frank. Julius está en lo cierto. Este es mi mar. He viajado por todo el mundo y reconocería las aguas que separan a Ilión de los aqueos sólo por el sabor de la sal.

Fallen se apoyó en la baranda de proa. Dejó caer la manta que traía sobre los hombros y se irguió casi sin esfuerzo. Con la vista perdida en el corto horizonte que permitía la bruma, comenzó a tararear un canto en un idioma perdido de antaño.

—Ya está divagando—susurró Julius al oído de Frank—. No sé si está loco él por creer que es un príncipe de Troya o nosotros por seguirlo para encontrar la ciudad perdida de Príamo. Quizá el loco es tu padre, por pagar este viaje.

—Hazme caso, Julius. Duelo sabe más de lo que te crees. Obviamente, no es Héctor, pero él está convencido de serlo. ¿Quiénes somos nosotros para decir quién es realmente? Por ejemplo, tú mismo, Julius. ¿Quién eres, en verdad?

—Julius Fitzwilliam Peck.

—Bien, señor Julius Fitzwilliam Peck. ¿Qué quiere decir eso de ti? ¿Dice algo de tu persona tu nombre por sí mismo?

—Dice de quién soy hijo.

—De otro nombre vacío—replicó Frank.

—No creo que mi padre estuviese de acuerdo con eso. Mi familia se remonta al siglo XIV, que sepamos. Además, ¿qué tiene que ver eso con Fallen?

—Que da exactamente igual cómo se llame, salvo que su nombre nos diga claramente quién es. Sus documentos dicen que es Louis Fallen. ¿Te dice eso algo de su padre?

—Supongo que se apellida Fallen. ¿Dónde quieres llegar?

—Julius, se supone que tú eres el inteligente y yo el apuesto—el tono de sorna de Frank se mezclaba con una pasión intensa en lo que decía—. Fallen… ¡cayó, caído, en tierra, kaputt! Y deberías saber después de tanto tiempo sacándole brillo a tu pupitre de Oxford que Louis…

—…significa “guerrero”, sí. No creo que sea más que una coincidencia, Frank.

—¿Una coincidencia que nuestro amigo se llame “Guerrero Caído” y crea ser Héctor de Troya?

—De cualquier manera, te contradices. ¿No decías que el nombre no tiene importancia?

—Salvo que el nombre sea la clave, Julius. En este caso, nuestro guerrero caído es nuestra clave. Por otra parte, es cierto que cómo llamemos a Duelo no tiene ninguna incidencia en quién es Duelo en realidad. Si él cree que es Héctor, ¿cómo podemos refutarlo?

—No lo sé, Frank. ¿Quizá porque se conserva demasiado bien para su edad y estado?

—No te burles de mí, Julius. Sabes perfectamente a qué me refiero. Eres demasiado racional, demasiado incrédulo.

—Creo que tu argumento carece de coherencia. Nuestro amigo cree que es un héroe muerto que los dioses han devuelto al mundo para gobernar Troya. ¡Por Dios, Frank! —Julius ya se había exasperado—. ¿Acaso no recuerdas la conversación que tuvimos hace unos días? Me maldijo por leer a Homero, me llamó blasfemo por cantar la caída de Troya. Este hombre cree que nos está llevando a una ciudad viva, Frank, ¡viva!

—¿Y no crees que eso tiene un encanto mágico en sí mismo? ¿No te mueres por ver su cara, por ver cómo descubre que no es quien cree ser? ¡Vamos, Julius! Tú eres científico, te interesará ver ese impacto emocional que ocasionará tu tan loada racionalidad en esta mente enferma.

—Soy botánico, Frank. Y, sinceramente, creo que es macabro, más viniendo de alguien tan romántico como tú, amigo.

—Yo creo que podemos curarlo. Es la cura de la verdad, el autodescubrimiento… la anagnórisis de Aristóteles. Y, si por el contrario, él está en lo cierto, podemos encontrar Troya. No tenemos nada que perder.

—Hablan ustedes más alto de lo que creen—interrumpió Fallen—. Sé que piensan que estoy loco. Incluso usted, Frank. Todo eso cambiará cuando lleguemos a las puertas de Ilión. Según mis cálculos, en dos días como muy tarde deberíamos ver las playas y el templo de Apolo en la costa.

—Disculpe si lo he ofendido, Fallen—dijo un Julius sinceramente avergonzado—. No era esa mi intención y usted sabe bien mis reticencias a su relato desde antes de partir de Londres, hace ya varios meses. Pero creo que también conoce que en este tiempo le he cogido el suficiente aprecio como para preocuparme por el impacto que puede tener en usted el hecho de no hallar los muros de la ciudad que tanto ansía.

—Llegaremos a los muros de mi ciudad. Y entonces usted querrá bañarse en nuestras termas y yacer con nuestras mujeres. Lo veré despojarse de su racionalidad y creer. Yo antes tampoco creía en mí mismo, ¿sabe?

—¿Quiere decir que dudaba de su propia memoria?

—La memoria es algo muy frágil, Julius. Usted es un hombre de ciencia. Si corta usted la rama de un árbol cuando está comenzando a florecer, ¿crecerá de la misma forma, se retorcerá igual? ¿Acaso no será el corte un nudo del que podrían salir muchas ramificaciones? ¿Cuánto queda de la rama antigua? ¿Y qué rama es la verdadera? ¿La cortada o la nueva?

—Es la misma rama.

—Así soy yo, Julius. Soy la misma persona. No lo entendía antes, pero ahora sí. Mi identidad está unida a mi memoria. Morí una vez, pero los dioses han querido darme una oportunidad.

—¿Una oportunidad? ¿De qué?

—No lo sé. Los designios de quienes manejan nuestro destino son inciertos. Sólo sé que este cuerpo que habito es el mismo que habité.

—Pero—interrumpió Frank—, ¿no recuerdas haberte criado en los suburbios de Londres?

—Antes recordaba esas cosas. Sé que tenía una madre y un padre. Pero cuando la rama antigua se abrió paso, cuando su savia empezó a correr por mis venas…

—¿Quieres decir cuando empezaste a recordar tu vida en Troya?

—Exacto, Frank. Entonces los recuerdos vívidos de mi niñez en Londres pasaron a difuminarse, como se difumina ahora el paisaje en la bruma marina. Durante un tiempo creía que me estaba volviendo loco. Sin embargo, sabía hablar una lengua que nunca había oído, que nadie más conocía. Cerraba los ojos y olía el aroma del pan de los hornos de Ilión, oía los cascos de los caballos por los adoquines junto a la muralla. Esa pasó a ser entonces la memoria de mi vida. No me quedó otra que creer que estaba volviendo a ser lo que había sido.

—¿Y cómo pudo saber que era usted Héctor y no otro? —inquirió Julius, que buscaba argumentos para desmontar el razonamiento del hombre que tenía en frente.

—Porque recordé cómo mi sangre regó la arena en las puertas de la muralla; recordé cómo agonicé con el peso de la armadura de mi enemigo aún sobre mis hombros.

—¿Se refiere a la armadura de Aquiles que el mismo Hefesto forjó en su fragua?—preguntó Julius, que se debatía entre la lástima por la mente enferma que tenía enfrente y la hilaridad que le producía el relato.

Sin embargo, la llamada al rezo del vigía del barco interrumpió la conversación. Los pasajeros sabían que era mejor que dejasen la cubierta despejada durante esos momentos, sobre todo ahora que se consideraba que el pasajero moreno y extravagante era de mal agüero por su impiedad.

Un rato después el propio Fallen subió las escaleras corriendo y buscó al capitán Fourier, un francés desaliñado, aunque afable y de trato correcto:

—¡Capitán! He notado que hemos virado hacia el sur. Eso nos retrasará. ¿Acaso no llegaremos a Ilión por mar?

—En concreto nos dirigimos a Lesbos, estimado monsieur Fallen. Me temo que mi tripulación no está muy satisfecha con su presencia en este barco.

—¡Lesbos! Eso es una contrariedad inaceptable. Voy a comentárselo a Frank.

—Me temo que ni el señor Frank Connor ni nadie me va a persuadir de ponerme en contra de mi tripulación. Ustedes dos han provocado su ira con la cantidad ingente de alcohol que han traído y consumido. Mis subordinados creen que la tormenta que casi nos hunde es culpa suya, de usted principalmente. Y, si le soy sincero, en cuarenta años que llevo navegando el Egeo, jamás había sufrido semejante tempestad en estas aguas, así que yo también me quedaré más tranquilo con su desembarco.

—¿Usted también tiene ese tipo de supersticiones propias de impíos?

—¿Quiénes son los impíos en este buque, señor Fallen? Que yo recuerde, mi barco navega bajo estandarte otomano y mi tripulación adora a Allah. Ustedes son tres. ¿En qué piedad cree que estoy inclinado a creer?—Fallen no quiso seguir discutiendo. Dio la espalda al capitán y bajó a su camarote.

A las pocas horas, los tres viajeros, rodeados de sus baúles, observaban con curiosidad el puerto de Molivo. Pese a tratarse de un enclave pequeño y mucho menos importante que Mitilene, había bullicio por doquier que atestiguaba un tráfico intenso que cruzaba el estrecho hasta la ciudad continental de Behramkale, la antigua Aso de los griegos.

Mitimnah—dijo Fallen, que parecía estar olfateando el aire—. ¡Cuánto ha cambiado! Esa fortaleza en lo alto es diferente. Las casas son diferentes.

—¿Y cómo reconoce, entonces, la ciudad?—preguntó Julius.

—Huele igual que antaño. Más de una vez visité este puerto con mis hermanos. Los frutos de esta tierra son exquisitos y aromáticos, como ellas—respondió, mientras señalaba a un grupo de mujeres que conversaban junto a un pequeño puesto de venta de pescado—.  Las mujeres de Lesbos perfuman el ambiente tanto como sus frutos.

—De eso sí sé algo—intervino Frank—. He estado traduciendo a Safo. Desde Creta ven, Afrodita, aquí, a este sacro templo, que un bello bosque de manzanos hay, y el incienso humea ya en los altares—recitó con la vista hacia el cielo.

—Bellas palabras para la gran diosa—respondió Fallen, que había adoptado por completo, como transformándose, su antigua identidad—. Si no quisiera llegar pronto a Ilión quizá podríamos gozar de los placeres de la diosa antes de cruzar a tierra firme.

—¿Meretrices? —se sorprendió Julius—. No es que me parezca una mala idea, Fallen, pero dudo que pudiéramos hacernos entender con los turcos para cruzar al continente, por lo que conseguir una damisela aseada se me antoja aún más difícil.

—¡Vamos, Julius! No seas aguafiestas. Para una vez que se nos anima nuestro señor Fallen, no creo que la lengua tenga que ser un impedimento. Además, esto es un puerto, por lo que ha de haber un lupanar cerca. Y ya sabes lo que dicen de las odaliscas—Frank no había tardado mucho en entusiasmarse con la idea—. Podría darte más motivos, como el hecho de que vayamos a estar cruzando la Anatolia en vete a saber qué animal o como que llevemos sin ver mujeres un tiempo lo suficientemente prudencial.

—Te recuerdo que estoy prometido—replicó Julius.

—En ese caso—intervino Fallen—usted podría vigilar el equipaje y gestionar el transporte hasta el continente. Nunca he dejado Lesbos sin haber cortado antes una de sus tiernas flores y no lo haría esta vez, si no fuese por la premura de llegar a mi antiguo hogar.

—Pues entonces, decidido. Fallen, amigo mío, no se preocupe que tenemos tiempo antes de partir—dijo, resuelto, Frank—. Julius, te quedas por aquí y te encargas de conseguir algún barco hasta Behramkale. Aprovecha para comer algo, si quieres. Nosotros vamos a dar una vuelta. En un par de horas nos encontramos en este mismo punto, si te satisface.

—No me satisface—se resignó su amigo—, pero creo que es en vano discutir. Veré qué puedo hacer mientras os dedicáis a cortar flores.

Frank y Fallen se encaminaron por una pequeña callejuela que salía de la plaza del puerto. La angosta vía estaba atestada de negocios que daban al exterior, en una suerte de mercadillo al aire libre. Frank se maravillaba con los atuendos de las mujeres, mucho menos exuberantes de lo que esperaba por las historias que había oído de Oriente, así como con su actitud apocada y reservada.

—Probablemente se trate de mujeres de baja ralea. Desde luego, las odaliscas de un harén tienen un aspecto mucho menos recatado y tienen una mente aguda, como Sherezade—comentaba, mientras intentaba, mediante señales y la repetición constante de la palabra odalik, que algún lugareño le indicase el camino al lupanar.  Finalmente, tras diez minutos serpenteando por el mercadillo, giraron en un callejón estrecho, al fondo del cual podía verse la entrada al burdel que, para desilusión de Frank, se asemejaba más a cualquier burdel de los aledaños del puerto de Londres que a las pinturas orientalistas sobre el tema que se exponían en los salones de la capital británica.

—Frank, siento mucho lo que voy a decirle, pero creo que su decepción será doble—dijo Fallen en cuanto se sentaron en un rincón del lugar—. Verá, no tengo interés en yacer con ninguna mujer, al menos hasta llegar a Ilión. Cuando lleguemos lo comprenderá. Hay unas termas sólo para las odaliscas, como usted las llama. Están reservadas para la casa del rey, pero usted será mi huésped y…

—No entiendo—interrumpió Frank—. ¿Por qué, entonces, ha venido conmigo aquí?

—Busqué una excusa para poder hablar a solas con usted. Verá, no es que no confíe en Julius, no me malinterprete, pero continuamente tengo la sensación de que me trata con condescendencia, de que no está dispuesto ni a plantearse que pueda pasarme lo que me está pasando, que yo pueda ser quien digo ser.

—Julius es un escéptico hombre de ciencia, Fallen. Además, es bastante puritano y remilgado. Es verdad que no cree mucho en su palabra, pero creo que la mayor falta que usted ha cometido ante sus ojos es provocar a los turcos del barco y que nos encontremos en este brete. No se lo dirá, porque es muy educado para decírselo.

—En cualquier caso, quería saber si usted me podía decir cuál es el verdadero propósito de Julius al venir a esta expedición. Mi ciudad ha sido asediada en numerosas ocasiones. Lo que menos quiero es indicarle a un británico imperialista el enclave exacto de Troya para que derive en un intento de conquista. Bastante problema supondrá ya quitarse de encima el yugo turco.

—Puede estar tranquilo, Fallen—Frank empezaba a considerar que no había bebido lo suficiente para tragar semejante conversación—. Julius es completamente inofensivo y no tiene contactos como para poder organizar una invasión o algo parecido a su ciudad. Le seré sincero. No creemos que vayamos a encontrar la ciudad tal y como usted cree que está, es decir, en pie y viva. Créame que me apena. Sin embargo, hemos estado en Roma, en Atenas, incluso en Esparta… Usted ha visto el cambio de esas ciudades, tiene que esperar algo similar y seguro podrá con ello. Julius y yo confiamos en que con su ayuda hallaremos el emplazamiento de Troya, dónde se irguió una vez imponente y, quizá así, usted vuelva a ser el que una vez fue.

—El que fui una vez… Quisiera saber qué vez es la correcta, la que me permita vivir sin tormentos—respondió Fallen, bajando la vista a la taza de té humeante que tenía enfrente—. Será mejor que volvamos al puerto.

Entretanto, Julius había podido organizar el transporte hasta Behramkale, a solo quince kilómetros por mar. Era un hombre instruido y había hablado largo y tendido con el capitán Fourier acerca de cómo desenvolverse para no tener problemas, al menos sustanciales, tanto para llegar al continente como para contratar un guía que los condujese unos cincuenta kilómetros al Norte, a la zona donde se suponía el emplazamiento de Troya, lo que implicaba llegar casi al estrecho de Dardanelos. Con un poco de suerte, a Fallen se le quitaría la locura al ver que Troya estaba desaparecida, hundida y enterrada, y podrían visitar el Bósforo sin contratiempos, completando así el viaje hasta Constantinopla.

Julius confiaba menos que Frank en la posibilidad de encontrar el yacimiento de la mítica ciudad, pero contaba con poder persuadir a su amigo de seguir el viaje. Si no lo convencía, lo inclinaría a tomar un nuevo buque rumbo al sur, hacia Egipto, lo que sabía que podía entusiasmarle y mitigar su desilusión por la expedición frustrada. En cuanto a Fallen, le traía un poco sin cuidado lo que le sucediese. Su presencia sólo había aportado extravagancia y contratiempos. Si quería llorar por Troya muerta, allá él.

El plan de viaje era sencillo, ya que la distancia que iban a recorrer era bastante escasa. Pasarían la noche en la taberna del propio puerto y partirían al amanecer en un pesquero que faenaba en el estrecho, cuyo capitán conocía a Fourier. La suma de dinero por ese transporte era considerable para lo corto del trayecto, pero llegarían antes del mediodía a Behramkale. Una vez allí, el mismo capitán los llevaría hasta un derviche, Ahmad, que recorría a menudo la ruta interior al Norte y podría ayudarlos. En un máximo de dos o tres días llegarían al lugar donde supuestamente habría estado Troya.

Cuando sus compañeros regresaron al puerto, lamentándose de que las prostitutas que habían conocido no tenían que ver ni con las odaliscas de las pinturas, ni con Sherezade, ni con las flores de las que había hablado Fallen, Julius los puso al corriente de sus negociaciones. Todos de acuerdo, se dirigieron a la taberna, en cuya puerta se reunieron a las cinco y media de la mañana siguiente, listos para partir, con la única novedad de que Fallen les pidió que a partir de entonces, una vez puesto el pie en Anatolia, lo llamasen Héctor. Tras una apacible navegación a bordo del pesquero vieron la silueta de Behramkale recortada en el cielo despejado del mediodía.

—¡Aso!—exclamó Julius—. Siento como si pudiera respirar la ciencia de Aristóteles, como si fuera un estudiante de su Academia. ¡Mira, Frank! Se puede ver el templo griego.

—Aquí antes de la ciudad que mencionas había una ciudad aliada de Ilión, Ashar—intervino Héctor—. He realizado la ruta hasta mi casa por el interior muchas veces, por lo que no sé si será necesario el guía.

—Yo creo que sí será necesario—respondió Julius, horrorizado ante la posibilidad de viajar guiados sólo por los recuerdos de aquella mente insana—. Sin embargo, no partiremos hasta mañana, pues me gustaría dar una vuelta por la ciudad y ver el templo de cerca.

Una vez en tierra fueron conducidos hasta la especie de choza del derviche Ahmad, quien era, al parecer, un personaje influyente. Viajaba habitualmente al norte como miembro de una orden mendicante pero, como les había contado el capitán del pesquero en un chapucero francés, antes había sido un alto cargo político, una especie de visir. Desde luego, viendo su aspecto nadie hubiera dicho semejante cosa, pero el inglés correcto que manejaba y sus modales refinados mostraban una educación que difícilmente podría haber adquirido predicando la mendicidad por los caminos polvorientos de Anatolia.

Ahmad se mostró muy interesado en los recuerdos de Héctor, en las descripciones que le dio de la ruta, de los asentamientos y gentes del camino, los detalles de los muros de Troya y, sobre todo, de cómo había sucumbido ante Aquiles ante esos mismos muros.

—Me maravilla esa capacidad de recuerdo, como usted lo llama. No puedo creer, no obstante, en que usted sea Héctor reencarnado. Mi fe no contempla esa posibilidad. Lo que sí me resulta difícil es entender cómo conoce tantos detalles sobre una ciudad que, si existió realmente, me temo que no encontrará donde espera. He recorrido muchas veces esa zona tan cercana al mar y no recuerdo semejante esplendor por ninguna parte. No creo que merezca la pena la búsqueda—Ahmed hablaba lentamente, sin mostrar emoción o empatía por el hombre al que estaba hundiendo con sus palabras.

—Estimado Ahmed, respeto profundamente su opinión. Sin embargo, tenemos que ir a Ilión. Quizá usted confunda la zona, desconozca el asentamiento… quizá la ciudad haya menguado o se haya cerrado sobre sí misma para evitar la rapiña exterior. Pero sé dónde está y tengo que encontrarla. Tengo que andar por sus calles una vez más.

—Pero debe ser consciente de que usted nunca ha podido andar en esas calles—replicó el derviche.

—¡No me lo niegue! —Héctor parecía fuera de sí—. Esta misma noche recordé la primera vez que vi a la que luego fue mi mujer en esas mismas calles. ¡No niegue mis recuerdos! ¡Son lo único que me queda!

—Entienda que no pueden ser recuerdos. Sólo pueden ser imaginaciones derivadas de sus estudios, de sus lecturas, de algún resorte que se pusiera en marcha esa fantasía. Usted no puede ser quien dice ser. Allah no permite esas cosas—sentenció, sin ningún tipo de modulación de la voz.

Frank y Julius, entretanto, asistían sin intervenir en la conversación. La visión era, cuanto menos, llamativa. Por un lado estaba Ahmed, un anciano ciego y delgado, con todo el sosiego y calma de quien está seguro de conocer la verdad y estar en posesión de un saber profundo e inalterable. Por otro lado estaba Héctor, un hombre imponente, que parecía luchar contra todo y contra todos con la única motivación de conocer su verdadera identidad.

—¡Encontraré Ilión y viviré en su esplendor! ¡Encontraré Ilión y reinaré allí donde reinó mi padre, y el padre de mi padre antes que él!

—Reinarás en Ilión, muchacho—por primera vez los ojos ciegos de Ahmed parecían reflejar algún sentimiento, que no era otro que una profunda lástima—. Reinarás en Ilión y tu corona será de arena y sangre y tu trono de viento y polvo. Reinarás en Ilión y yacerás con ella.

Héctor salió corriendo de la choza. Cuando Julius y Frank llegaron un rato después a la posada donde iban a alojarse hasta partir, supieron que el hombre alto y bien parecido había partido a caballo como un loco hacia el norte, con expresión desencajada y mirada fiera en sus ojos. A la mañana siguiente partieron tras él, en compañía de Ahmed, que sabía hacia dónde iba Héctor.

—En la biblioteca de Constantinopla se conservan muchos manuscritos. Creo recordar que en mi juventud leí mucho acerca de la antigüedad del Imperio y si a algo me llevaron mis lecturas es a pensar que la Troya de Homero estaría situada en la colina de Hisarlik.

—No queda otra que ir allí—dijo Frank—. Sin Héctor sólo podemos guiarnos por las fuentes. Tenemos que encontrarlo. No me perdonaría que le pasase algo por no haberlo acompañado.

—Te estarías equivocando, Frank. Te lo dije desde que partimos de Londres: ese hombre está loco y ni tú ni nadie tiene culpa de su locura.

Habían decidido dejar equipaje en la ciudad y llevar lo justo para el viaje, de modo que podrían recorrer en una jornada como mucho la distancia que los separaba del lugar que les había indicado Ahmed. Si Héctor había apretado el paso podría haber recorrido esa distancia en poco más de tres horas, así que toda prisa era poca.

El calor era sofocante, con un sol abrasador y ni una tenue ráfaga de viento, por lo que la distancia se les hizo eterna. Al atardecer y a pocos kilómetros de su destino vieron un caballo muerto en el camino. Era el de Héctor, sin lugar a dudas. Las pisadas de un hombre se alejaban del cuerpo del animal.

—No estamos lejos—dijo Ahmed—. Ya se huele el mar.

El sol se había puesto cuando llegaron a Hisarlik, una colina yerma, prácticamente un páramo seco, con algunas jaras florecidas. Sin embargo, era una noche clara de luna llena, por lo que decidieron comenzar la búsqueda de Héctor y a gritar su nombre. Miraron en cada palmo de suelo, tras cada arbusto o matojo, pero no hallaron a su amigo. Resolvieron descansar durante la noche y continuar al día siguiente.

El sol se alzó en un cielo rojizo y los corazones de Frank y Julius se sobrecogieron al despertar y ver señales del paso de Héctor que en la noche no habían podido distinguir. Un reguero de sangre se alejaba de la colina y bajaba hasta las playas. Los dos amigos temieron lo peor. Montaron y siguieron el recorrido que su compañero había caminado el día anterior. La sangre era abundante y la distancia a las playas era considerable, por lo que no creían que tan malherido como aparentaba pudiera haber llegado al mar.

Sin embargo, la pista se extendió hasta que una larga playa apareció ante sus ojos. No había rastro de Héctor allí, pero en un saliente al mar había una especie de escollera natural que parecía esconder una cala. Cuando llegaron al lugar encontraron lo que temían desde hacía rato. El cuerpo sin vida de Duelo, de Fallen, de Héctor, yacía en la arena entre las rocas. El cadáver parecía haberse bañado en su propia sangre y el dorado de la arena brillaba en sus cabellos. En el pecho había un puñal de oro antiguo, en el que había grabados dos caballos encolerizados. Estaba claro que la realidad había podido con Héctor. Su memoria era su identidad, había dicho, y fueron sin duda los recuerdos de Troya los que lo habían llevado a acabar con su vida. Si había de reinar en la muerta Ilión, reinaría desde la muerte.

Frank desmontó, abrazó al infortunado amigo de aventuras y recitó las últimas palabras de Príamo al asesino de su hijo.

Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.

*   *   *

 

Más de ochenta años después de estos acontecimientos, en 1870, el arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann comenzó sus excavaciones en la colina de Hisarlik en busca de la mítica ciudad de Troya. Además de hallar los restos de la ciudad, en 1873 encontró una serie de objetos de oro, joyas y armas, a las que bautizó “El tesoro de Príamo”, junto con un inventario milenario escrito en griego arcaico, probablemente del botín de saqueo de la ciudad. Todos los objetos allí inscritos estaban en la excavación, con la excepción de una daga labrada en oro, con dos caballos piafando.

Leighton_Captive_Andromache

Andrómaca Cautiva, de Lord Frederick Leighton. No encontré una ilustración que me gustase de Héctor y como, para variar, las consecuencias de las bravuconadas de los hombres las pagaban y pagamos las mujeres en una gran cantidad de ocasioens, pues a Andrómaca traigo. Apunto la recomendación de lectura de Las Troyanas, de Eurípides.

 Código de registro: 1712315226189 con licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0

Relato fallido, o lo difícil que es escribir y conciliar

Está claro que cada vez me cuesta más ponerme a trabajar sobre árboles, animales del campo y demás. ¡Y no sólo es cuestión de tiempo! También es cuestión de agotamiento mental y físico. No recuerdo una época de mi vida en la que me costase menos dormirme según cierro los ojos. Nosotres, les que nos comemos la cabeza de forma continua con todo, tenemos esa dificultad añadida a la hora de dormir. He probado la meditación, para vaciar la mente, pero casi me da un vahído. Sin embargo, tener un bebé y un cachorro de tres años es el método más infalible que he conocido.

¿Qué decir de la nueva llegada a la familia? Es todo lo bonita, dulce, buena y especial que cabría esperar y un nuevo desafío vital: educar a una mujer en este mundo. Da vértigo pensar en no estropearlo sobreprotegiéndola, no hacer agravios comparativos con su hermano, no responsabilizarlo a él de ella… y el desafío es doble. Criar un niño feminista quizá es incluso más difícil. En cualquier caso, la felicidad siempre tiene que tener ese puntito de miedo: el reto, el picante, la dificultad… La respuesta es muy satisfactoria y acaba llegando a ser «algo estaremos haciendo bien».

Dicho todo esto, me parece de recibo mostrar cómo, cuando no tengo tiempo, también lo intento. El relato que voy a compartir hoy estaba pensado en inicio para el Premio Ripley de relato breve, pero no llegué, así que lo reciclé para el último Reto asshaíta. Acorté muchísimo para entregarlo en el plazo ampliado, así que el texto no fue muy exitoso. Gustó el tema, pero al parecer, quedaron hilos colgando. Mi idea es ampliarlo con el argumento original, que modifiqué para terminar a tiempo. Lo que pasa es que siempre que pienso en modificar o ampliar luego no lo hago. En cualquier caso, para haberlo escrito en unas horas, yo me quedé bastante satisfecha con el resultado. Aquí queda.

Volver a Léucade

“Al que cae desde una dicha cumplida
no le importa cuán profundo sea
el abismo”.

Lord Byron

Dancer resoplaba fatigado mientras galopaba a toda velocidad bajo la lluvia torrencial. Cada pocos instantes, el reflejo de los relámpagos refulgía en su manto azabache y sus ojos enrojecidos por el cansancio brillaban cargados de una mezcla de furia y horror. Desde el pescante, Ann blandía la fusta como fuera de sí, aunque con elegancia natural. Parecía que llevase toda la vida haciéndolo y no que fuese la primera vez. El cochero de la rectoría le había explicado cómo fustigar al caballo para no encabritarlo y que rindiese mejor. No había servido de nada que yo le dijese que Dancer no era un jamelgo cualquiera de tiro, sino un frisón purasangre. De hecho, ella lo sabía perfectamente. Pero no le importaba nada más que llegar a destino. Su pelo dorado danzaba violentamente al viento y de vez en cuando, empapado, le azotaba la cara.

En la calesa nosotras dos también nos mojábamos. Yo sujetaba la cabeza de Beth sobre mi regazo a duras penas. El agua le había lavado la sangre de la comisura de los labios y, si no hubiese sido por cómo su cuerpo se dejaba llevar impasiblemente por el traqueteo violento del viaje, nadie podría haber adivinado que la vida la había abandonado.  Pero estaba muerta. Y debíamos darnos prisa si queríamos hacer algo al respecto. O eso creíamos.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —nos repetía su imagen traslúcida, que flotaba a toda velocidad junto a Dancer.

Yo intentaba mantener la calma en medio de esa vorágine. Sólo unas horas antes, habían aparecido ante mi puerta: Elizabeth Wordsworth y Ann Moss, después de más de seis años sin saber de ellas. Una se moría de tuberculosis. La otra gesticulaba nerviosa, con el pelo alborotado por el trajín y la mirada a la vez encendida y ausente.

—¡Se me muere, Mary! ¡Se me muere! —me decía.

—No hay nada que yo pueda hacer, Ann, y lo sabes.

—Tienes que venir con nosotras. Podemos recurrir a él. Tú tienes la llave.

La miré aterrorizada, aunque su petición no me sorprendía. Él era Sir Thomas Moss, el padre de Ann y tutor de Beth. A él también hacía más de seis años que no lo veía. Nuestro último encuentro había sido violento y había acabado con su cuerpo y su diabólica alma encerrados en el panteón de los Wordsworth para que se consumiesen eternamente, si es que aquello era posible.

—Por favor, Mary —carraspeó entre esputos de sangre la pobre Beth—. Aún no he comenzado a vivir. Él sabrá qué hacer.

—Beth, no quieres pactar con el mismo demonio —comencé a responder—. ¿Cómo podría eso…?

—Quiero vivir, Mary —me interrumpió y se desvaneció.

Así fue como acabé en mi calesa, sujetando a la moribunda hasta su último aliento. Cuando expiró, el viejo Dancer se encabritó preso del pánico y entonces vimos el espíritu, negándose a abandonar a Ann, negándose a abandonar el mundo, flotando junto al caballo, que apuró el galope instintivamente.

Nos llevó casi un día recorrer las poco más de treinta millas que separaban la rectoría donde yo vivía de la mansión de los Wordsworth, en los riscos al norte de Blyth, junto a la costa. Había olvidado lo cerca que estaba de aquel lugar solitario y maldito. Llegamos ya de noche y no había dejado de tronar y llover durante todo el camino.

La gran casa se vislumbraba entre la maleza, en la colina que bajaba a la playa. Pese al estado de abandono, seguía teniendo un aspecto majestuoso. El panteón estaba en el acantilado en el extremo norte de la finca. Tuvimos que desenganchar a Dancer del tiro, pues la calesa, aunque pequeña, no podía subir el escarpado sendero que ascendía zigzagueando entre las rocas. Cuando llegamos a la verja del pequeño cementerio que durante siglos había albergado a la familia Wordsworth era ya casi medianoche y la lluvia había cesado. El viento había arrastrado las nubes hacia el mar, que brillaba plateado bajo la luz de la luna.

—Él sabe que estamos aquí —nos decía la imagen traslúcida de Beth—, sabe que hemos vuelto.

Para entonces yo ya estaba presa del pánico. Me aterrorizaba volver a ver a quien un día había sido mi protector, amigo y confidente. Mi mente me repetía que había muerto, que tenía que haber muerto. Pero los recuerdos de los últimos meses con él, lo que había visto, la presencia del espíritu de Beth… había visto tanto y tan siniestro, tan oscuro y diabólico, que ya no sabía qué podía ser o no real, qué podía ser o no racional.

Mis manos temblaban al abrir los candados y retirar la maleza entre las cadenas. El último de ellos, el de la pequeña edificación con arcos apuntados donde estaba sir Thomas, estaba inmaculado, como si el hierro hubiera sido impenetrable por el agua y el óxido no pudiera hacer mella en él. Incorruptible. Las zarzas, no obstante habían aprisionado todo el templete, como si de una barrera se tratase, una barrera entre el mundo de los vivos y el mundo de los demonios. Los brazos de Ann acabaron surcados de raspones y arañazos sangrantes. Su aspecto era casi tan siniestro y fantasmagórico como el de Beth.

Abrimos la pesada puerta y del interior surgió una pestilencia. No era el olor de la muerte, ni de la descomposición. Era un olor ponzoñoso que contaminaba nuestras almas, un olor dulzón y pegajoso que penetraba en nuestras mentes y nos aletargaba. Así olía el mal, sin duda. En seguida oímos los pasos. Firmes, rítmicos, secos. Allí estaba. Vivo. O lo que fuese ese tipo de existencia, ya que no podía llamarse vida.

La luz de la luna iluminó su cara, igual a la de Ann; ambos con el cabello dorado y el rostro de la perfección angelical. Esa noche, el de ella, desencajado, ido y enfermo, se asemejaba más que nunca al de él, en el que el brillo de la locura y la maldad estaban latentes. La ropa estaba raída y polvorienta. La misma ropa de seis años atrás.

—¡Padre! —exclamó y se echó a sus brazos, sollozando—. Tienes que salvarla. Tienes que ayudar a Beth.

Thomas me miró entre los brazos de su hija. Sonrió con sarcasmo. Luego apartó un poco a Ann y con una expresión de preocupación paternal impostada, secó las lágrimas del rostro de la que volvía a parecer la niña que yo había conocido tanto tiempo atrás.

—Lo siento, padre. Perdónanos por lo que hicimos. Nunca debimos dejarte aquí. Por favor, ayuda a Beth.

—Mi querida hija. Hace tiempo que os perdoné. Estos largos años me han proporcionado paz de espíritu para poder perdonar y recapacitar sobre mis actos. Sin embargo, yo no puedo ayudar a Beth.

—Pero… ¿no estás acaso dotado de vida eterna? ¿No tienes el don de no morir? ¿No puedes hacerla como tú?

—Ya está muerta. Sólo podría haberlo hecho si hubiera llegado con vida.

—¡No! ¡No!—el rostro de Ann parecía ahora poseído por una extraña locura. Junto a ella apareció la fantasmagórica figura de Beth.

—No pasa nada, Ann —la consoló—. Te acompañaré hasta que llegue el momento y luego pasaremos juntas la eternidad.

Él volvió a mirarme y sonrió una vez más. Se giró entonces hacia el espíritu de la muchacha muerta.

—Me temo, Beth, que tu espera sí será eterna— intervino—. Acabo de recuperar el amor de mi hija y no tengo ningún interés en perderlo otra vez. De hecho, la eternidad que quiero proporcionarle será más placentera que la muerte a la que la invitas.

Ann se apartó y comprendió, asustada. Comprendió que habíamos cometido un error al ir allí. Quería convertirla en lo mismo que él. Ése iba a ser su castigo.

—¡Ven conmigo, Ann! —grité con decisión, aunque mi voz me traicionó, temblorosa—. Apártate de ese monstruo.

—¡Mary! —respondió él, agarrando a Ann fuertemente por el brazo sangrante—. Siempre Mary, aconsejando, cuidando, malcriando… llenándoles la cabeza de pájaros, volviéndolas en mi contra.

—Déjala en paz. Si quieres venganza, véngate de mí, pero deja ir a tu hija. Si queda algo del corazón humano que una vez tuviste dentro de ese cuerpo diabólico, si queda algo del amor de padre, déjala ir.

Él miraba los brazos arañados de Ann. La sangre brillaba bajo la luz plateada.

—¿Acaso crees que no es un acto de amor proporcionar la vida eterna a mi ser más querido? Lo habría hecho por Beth si hubiese podido. Lo haré por ti sin que me lo pidas, Mary —sonrió, una vez más.

Di un paso atrás y agarré con fuerza el crucifijo de plata que colgaba de mi cuello.

—Moriría diez mil veces antes de tener una existencia como la tuya.

—¿Qué sabes tú de mi existencia, Mary? ¿Te refieres a estar sepultado en vida tanto tiempo por tu culpa? Porque que yo recuerde, mi existencia anterior siempre fue feliz.

—Sepultado en vida —respondí—, feliz… ¿Acaso son palabras que correspondan a un demonio como tú? No estás muerto, no. Pero no llames a eso que tienes vida, cuando es una atrocidad. ¿Felicidad, dices? Llámalo mejor lascivia, vicio, placer… pero no felicidad. Si conocieses la felicidad no morarías un cuerpo hecho para hacer el mal, no te alimentarías del dolor ajeno.

—He sobrevivido todo este tiempo sin alimentarme de ningún dolor, más que el mío, Mary. El dolor de verme traicionado por los seres a quienes más protegí y más amé. ¿Acaso te crees libre de causar dolor? ¿Acaso porque me ves como un demonio, porque sabes que mi corazón no late, intuyes que soy incapaz de sentir?

—Sientes ira, venganza, pasión desenfrenada… no arrepentimiento, Thomas. Apártate de Ann.

Ella seguía con la cara desencajada, mirando al fantasma de Beth frente a sí. Súbitamente, se zafó de los brazos de Thomas, que había bajado la guardia y comenzó correr más allá del templete, internándose entre las tumbas más antiguas, hacia el borde del acantilado. Delante de ella el espíritu brillaba y flotaba, como guiándola.

—¡Beth! ¡Beth! No tendrás que esperarme, amor mío —le decía—. Ya voy a ti. Ya voy a ti.

Intenté correr tras ella pero Thomas me frenó.

—Tienes razón —me dijo—. No he pensado más que en la venganza; no he hecho más que alimentar un odio infecundo, putrefacto, un odio que no conduce a nada. Un odio que, en realidad, no siento por Ann. Un odio que no siento por Beth. Creo que en esta existencia vacía de sentido, en esta soledad mortal, finalmente he vuelto a aprender a amar.

—Déjame ayudarla—contesté mientras intentaba liberarme de su mano que agarrotaba mi antebrazo.

—Si quieres ayudarla, déjala correr. Déjala.

A pesar de Thomas, me resistí a dejarla ir tan fácilmente y, con él asiéndome aún, la seguí hasta el borde del acantilado. Beth levitaba frente a ella y, abajo, las olas rompían atronadoramente en la roca, brillando resplandecientes por la plateada luz de la luna.

—¿Recuerdas cuando leíamos a Safo? —preguntó Ann—. Eros ha sacudido mis entrañas como un viento abatiéndose en el monte sobre las encinas.

—Recuerdo a Safo, amor mío. Pero no tienes que compartir mi destino. No me importa esperar toda tu larga vida, no me importa vagar en este limbo fantasmal si luego compartimos la eternidad —respondió Beth—. Fue la misma Safo la que dijo: Morir es un mal. Así lo juzgan los dioses, pues de otro modo morirían.

—No es el mal la muerte sino el descanso del alma fatigada por el dolor. ¿Acaso será vida seguir ocultando nuestro pecado sin tenerte como compañía? ¿Debo durar largos años, marchitarme, pudrirme, sin ninguna razón que me empuje a ello? No, Beth. Voy junto a ti. Nada me retiene ya en este mundo. Soy tierra yerma, corazón vaciado, mente perturbada. Tengo miedo de vivir; incluso tengo miedo de aceptar la no vida de mi padre. Lo único que no me aterra eres tú. Lo único que no me aterra es saltar y que las aguas estrellen mi cuerpo contra la piedra. Soy cobarde, Beth. Soy cobarde.

El ánima resplandeciente de Beth se acercó entonces al borde del precipicio, extendiendo sus brazos hacia su amante. Ann sonrió y dio un paso. Entonces dejé de verla. El abismo la había tragado.

Caí de rodillas, presa de la tristeza. Aún me aferraba al crucifijo de plata, pero ya no sentía la mano fría de Thomas en mi brazo.

No lo vi venir.

Sólo sentí el olor dulzón penetrar en mi cuerpo mientras el flujo de mis venas parecía correr suavemente. Cada vez sentía más frío y, al mismo tiempo, cada vez sentía menos cosas. Me vaciaba de sentimientos y se me agolpaban las sensaciones. El brillo de la luna era más intenso pero era incapaz de recrearme en su plateada belleza. Las olas seguían rompiendo atronadoramente pero me perturbaba más el sonido de los animalillos de la noche, sus corazones latiendo bajo su piel, el corazón de Dancer latiendo, abajo junto a la casa… Ya no pensaba en Ann y en su dolor, sólo en el amasijo de sangre y carne estrellada en la pared de fría piedra. Ya no era yo. Todo eso no me dio miedo.

Sólo me dio miedo que ya no me importaba.

(Texto registrado con número,  1807317886193 con licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 )

Los hijos de las rocas (un relato para Asshai)

EDITADO 26-05-2020: Elimino el texto completo de los relatos por cuestiones prácticas ajenas al blog. 🙂

Pues con el impulso y la alegría que me da que mi tweet – tuit sobre Beren y Lúthien quedase en segundo puesto en el certamen de Smial de Lorien hoy mismo, me animo a publicar algo en el blog. Algo escrito por mí, obviamente: mi última aportación al Reto de Asshai. Es un relato de fantasía que se adaptaba a las normas del concurso y pretende ser parte de algo más grande pero, ¿quién sabe? Espero que os guste.

Registrado en Safe Creative (reg. 1712315226387) con licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0

Un relato para acabar el año

EDITADO 26-05-2020: Elimino el texto completo de los relatos por cuestiones prácticas ajenas al blog. 🙂

Pues ya con el cambio de año he decidido registrar y licenciar algunos de mis relatos y así subirlos y compartirlos con todos vosotros. El primero que subo es el que me trajo mi gran gloria, ganar una edición de El Reto de Asshai. El Reto es un certamen de relatos en el foro dedicado a Canción de Hielo y Fuego, en el que el ganador de cada edición pone unas normas de obligado cumplimiento. Los participantes leen los relatos anónimos, votan y el más aclamado por el público gana y organiza la siguiente edición.

Este relato ganó la edición XIX y sería demasiado modesta si no dijese que se llevó muuuuuchos puntos. Espero que os guste. Es un relato mitológico relacionado con las Moiras, las que tejen el destino de los hombres en la mitología griega.

Fates_tapestry_-460755563
Las Moiras o el triunfo de la muerte. Tapiz flamenco del siglo XVI, Victoria and Albert Museum

Registrado en SafeCreative con licencia CC- BY-NC-ND 4.0

 

Sigue el camino de hojas amarillas

¡Ay, Jarabe de Arce! Te he tenido tan abandonado. Y es que aunque una se recluya en el campo, el ritmo de la vida a veces, como un torbellino, te atrapa y te bloquea en aquello que no tiene una utilidad inmediata. Ha sido un curso, el pasado, prácticamente exento de hobbies o momentos para pararse a escribir con tranquilidad, o para recopilar algunas imágenes de cómo se pasaron los días, las semanas y los meses. Hoy, una inactividad obligada lleva mis dedos a teclear estas líneas. Pero hay algo más…

Aunque en el calendario lleva con nosotros un mes, prácticamente, lo cierto es que ayer y hoy parecen los primeros días del otoño. Siempre ha sido mi época favorita del año. La caída de las hojas, los colores variados en las copas de los árboles, la lluvia, las chispas en la chimenea y los días sombríos siempre me han seducido. No en vano, soy una hija del Romanticismo. Quizá el haber visitado tantos bosques durante mi infancia, el haber crecido rodeada de olor a lluvia y naturaleza hacen que me guste esta época.

Recuerdo vivamente lo que hoy es el parque natural das Fragas do Eume con mucho cariño. Si habremos trepado a esos árboles de niñas. Y también el otoño en el Parque Nacional Nahuel Huapi. Eran otoños de abril y mayo, pero igualmente mágicos, en los que los serbales se teñían de un rojo único.  El otoño en la meseta castellana es distinto. La suerte de vivir cerca de un río y tener árboles cerca aún permite apreciar la policromía de esta época pero, sin duda, nada tiene que ver con el otoño en los bosques del norte (los pobres bosques de mi querido Norte) ni con las caídas de hojas en la Patagonia cordillerana.

Y es que el otoño es época para la naturaleza exuberante. Viví un precioso otoño en la Irpinia, donde la pasta en esta época se tiñe de color de trufa. Otro precioso otoño viví en Oxford, en los que las praderas junto a las vetustas edificaciones de piedra adquirían  tintes mágicos. Recuerdo sentarme bajo el árbol favorito de Tolkien y reflexionar mirando entre sus ramas cuánta imaginación habría visto pasar, cuantas ideas habrían surgido a la sombra y abrigo de sus ramas.

Pues de otoño va esta entrada, como habéis podido predecir. Es curioso que cuando se habla de que las personas llegan al otoño de la vida nos referimos, tal como dice la Academia, a que es el momento en el que la existencia declina hacia la vejez. Etimológicamente, no obstante, la palabra “otoño” proviene del verbo “augeo” y tiene que ver con la madurez y el auge, no con el declive que denota la acepción de la Academia. Eso sí, se trata de una plenitud, un auge que finaliza un ciclo. Es época de cosecha, de recolección, de renovación y de desprendimiento. No en vano, en inglés, además de “autumn”, de origen latino, pervive “fall”, que significa literalmente caída.

Sea como sea la interpretación, lo cierto es que la tierra y la naturaleza nos ofrecen cosas realmente estupendas en esta época, desde paisajes indescriptiblemente bellos a manjares exclusivos de este momento, y nosotros la acompañamos con tradiciones que honran esas cosas estupendas:  recoger castañas, buscar setas en el monte o vaciar calabazas para la noche del 31 de octubre.

El ciclo natural y el campo eran esenciales en la organización de homenajes o cultos en el mundo antiguo. En el mundo romano se celebraba el 1 de noviembre una fiesta en honor a la diosa de los frutos y los árboles, Pomona. Pero en Roma, también en otoño, el 11 de octubre se celebraba una de las tres fiestas dedicadas al vino, la Meditrinalia, en la que se mezclaba mosto recién vendimiado con vino del año anterior y se realizaban libaciones y ofrendas. El October Equus, el 15 de octubre, celebraba, mediante el sacrificio de un caballo el fin de la temporada de cosecha.

Plato con imagen de Pomona

Plato con ilustración de la diosa Pomona, Francesco Durantino, 1548

En Grecia era octubre también un mes repleto de fiestas: Las Pianopsias, fiestas de la siembra en honor a Apolo;  las Oscoforias, en honor al dios del vino, Dioniso, y, también relacionadas con el campo, las Tesmóforas, en honor a Deméter, diosa de la agricultura.

En la tradición nórdica también hay una festividad en torno al 15 de octubre, denominada de diferentes formas, como Veturnaetur o Freysblot, en la que se agradece la cosecha y se honra a los muertos. El Samhain, por otra parte, era una festividad celta que se celebraba en esa fecha y que tenía que ver con el fin de la cosecha y el comienzo del año nuevo.

Ya en la tradición cristiana, quizá la fiesta otoñal más conocida o más importante es la que se celebra el 31 de octubre con la noche de difuntos y el 1 de noviembre, el Día de todos los Santos. Esa celebración asimilaba la tradición pagana celta de Samhain, en la que, más allá del agradecimiento por la cosecha, también era una ocasión especial en la que el mundo de los espíritus y de lo sobrenatural se mezclaba con el mundo real.

La denominación “Halloween”, la fiesta heredera de esta tradición de brujas, espíritus y seres del más allá, proviene de la expresión “víspera de todos los Santos”, en inglés “All Hallows’ Eve”.  Es una de las principales fiestas otoñales en Norteamérica y, cada vez más, en Europa.

Halloween-card-mirror-1904

Tarjeta de felicitación de Halloween, de 1904, que recoge la tradición en la que la niña, mirando en un espejo en una habitación a oscuras, con la sóla luz del Jack-o’-Lantern (la calabaza) podría ver en el reflejo a su futuro esposo.

Más allá de las fiestas históricas o con raíces en el mundo antiguo pagano y su asimilación en el mundo cristiano, lo cierto es que hoy por hoy en otoño abundan las fiestas de carácter gastronómico y enológico: fiestas de vendimia, fiestas de las setas o  o de las nueces, o de las castañas, entre otras, abundan a lo largo y ancho de la geografía mundial.

Para mí se trata de una época especialmente sugerente para el misticismo, la celebración y el componente campestre. Si logro disciplinarme lo suficiente, compartiré en breve alguna receta otoñal, de esas de mojar pan o lamer copa.

7 cosas que hacen la felicidad

Parece que cuando el año acaba toca hacer balance. Es un tópico, al igual que hacer buenas propuestas para el que va a comenzar. Yo no suelo planificar mucho, porque generalmente los planes no salen como uno idea. Dejar que las cosas ocurran tal y como se les ocurra es una buena manera de no llevarse decepciones ni estresarse más de la cuenta. Así que mis propósitos son seguir disfrutando de cada instante, no como si fuera el último, pero sí teniendo en cuenta su irrepetibilidad.

Este año, del que decidí que borraría todo lo malo, ha traído el mejor regalo del mundo y, con él, muchas cosas, momentos, sabores, sensaciones, olores y pulsiones únicas que juntas forman la palabra f-e-l-i-c-i-d-a-d, con todas las letras.  De esas cosas, escojo siete manifestaciones de la vida. ¿Por qué siete? Porque si se puede elegir un número mágico, ¿por qué no hacerlo?

  1. Vivir con plenitud la experiencia física y psicológica de la maternidad, el momento de dar a luz y la conexión espiritual con el ser que sale a la vida, mi hijito, con sus ojos recién abiertos y su mirada puesta en la mía.
  2. Conocer formas nuevas de dormir, comer, hacer y pensar, en las que el centro del mundo se ha trasladado.
  3. Experimentar la sensación, a su vez, de ser el centro del mundo para otro ser y la enorme responsabilidad de construir el mundo para una personita.
  4. Sentirme parte de la naturaleza a través de la experiencia vital. Disfrutar con más plenitud la brisa, los frutos de la cosecha, los mimos de mis animales, la entrega de los seres, grandes y pequeños que me rodean.
  5. Romper con cadenas del pasado y volver a ser libre mentalmente.
  6. Recuperar el ritmo del trabajo en sociedad, la inmersión en el ambiente laboral y la sensación que conlleva de poder con todo.
  7. Emprender proyectos de crecimiento personal en distintos ámbitos vitales, todos enriquecedores y que me permiten ver cómo todas las personas tienen virtudes, aunque a simple vista estén ocultas.

No son más que siete aspectos de la misma forma de felicidad, la más grande que he podido experimentar, la de tener un bebé precioso que me da fuerza para hacer lo que quiera. Desde que el pequeo domador de caballos está en el mundo, soy más valiente, más justa, más activa, más responsable, más persona. Sólo puedo agradecer la enorme felicidad que trajo este año y poder disfrutarla con mis seres queridos, familia, amigos, pareja, sin cuyo afecto nada sería igual.

No me queda más que desear que el próximo año sea, al menos, la mitad de bueno que este.

Y entonces llegó el sol

No voy a excusarme por no escribir durante seis meses, pues la llegada del pequeño Héctor a casa no me ha permitido hacer mucho más que dedicarme a él, y no hay que excusarse por esas cosas.

El mundo ha cambiado desde entonces.

Suelta de globos con buenos deseos para Héctor

Decidimos hacerle una fiesta de bienvenida al mundo al cumplir los seis meses. Fue un evento bonito, lleno de luz (¡y de calor!), con amigos y familia, (casi) todos aquellos que quieren al pequeño Piru. A través de los cuatro elementos de la naturaleza: aire, fuego, agua y tierra, le dimos entre todos una gran carga de amor y, sobre todo, buenos deseos y cualidades. Tanto cariño sólo puede augurar mucha felicidad, toda la que se merece, toda la que le podamos dar.

Tenía muchas ganas de escribir pero poco que decir más que gracias a todos los que compartisteis con nosotros ese día, a los que lo intentasteis y no pudisteis venir y a todos los que de una forma u otra estuvisteis con vuestro corazón.

Dejo la canción que ya es, para nosotros, la canción de nuestro sol, Héctor, domador de caballos.